Las convicciones son algo más que ideas, es la trayectoria que descubre la forma de pensar y conducirse, todo sostenido en algo que hoy es escaso, los principios. En estos tiempos complejos y de vacilaciones, somos testigos de la negación de aquello que debe sustentar cualquier acto, la lealtad. Las muestras de deslealtad son penosas, estas conductas dicen más de quien traiciona que de lo que abandona, actualmente una constelación de personajes que en el pasado reciente disfrutó posiciones de privilegio, explotando una influencia de forma ordinaria y alejada de la sobriedad o la prudencia, se han transformado en actores de una farsa.
Algunos de estos perfiles se adhieren sin rubor a propuestas políticas que riñen con su pasado, negando sus propias biografías. Amanecen alineados a una tendencia política sin hacer un balance real de su actuación, logros y recorrido político personal, ofreciendo un espectáculo deplorable.
Estas adhesiones responden a ofertas de ocasión y como toda oferta, tiene un tiempo de vigencia y un precio: La vulgarización de la actividad política por un movimiento que ha instrumentado una puntual destrucción institucional, inspirados en una retórica demagógica contenida de un ánimo perverso, el enfrentamiento y la división. Basta observar cómo se comportan ante cualquier oposición y protesta, de inmediato desaparece del Zócalo la Bandera Nacional, símbolo que nos arropa a todos, pero que en su burda perspectiva, ni los ciudadanos inconformes ni las mujeres manifestantes deben estar bajo su simbólico amparo, actitud facciosa y perversa.
El relato de este sexenio será la muestra del regocijo del poderoso ante la demolición y el sufrimiento, la feria interminable de la verborrea hueca, los ingratos recuerdos de las frases hechas y los lugares comunes de consecuencia trágica: “no es seguro ni es popular”, “abrazos no balazos”, “no somos iguales”, “ya no me pertenezco”, el eco estridente de la mentira, la diatriba y la ofensa.
A esto se incorporan aquellos, que en un afán de encaramarse demuestran que en realidad son almas vacías de convicciones motivados por los intereses más triviales, intentando reconfigurar su futuro, unos como propagandistas del desastre, otros como esquiroles o paleros. El servilismo como contraprestación a la dádiva o las posiciones.
A todo esto se monta un bochornoso espectáculo, una actitud en el templete estrafalaria, en la cual se intenta convencer a los votantes dando de alaridos y lanzando groserías, intentando sin éxito, seducir con señalamientos sensacionalistas, siempre vacíos y producto de las ocurrencias o la consigna ordenada desde el poder, provocando la desconfianza hacia quien insistentemente acusa sin probar.
Fiel a la escuela de su caudillo. La profesión política es algo mucho más serio, debe permanecer alejada de las puntadas o simulaciones, estas actitudes han evidenciado la escasa formación de aquellos que todavía se creen jóvenes y que cambiándose de partido suponen que se detendrá el tiempo, acusando reiteradamente que son lo nuevo, pero la deslealtad y la traición es lo más viejo y deplorable de la política.
Estamos asistiendo a uno de los momentos más críticos en la historia reciente de México, a un instante en el cual todo lo ganado con un gran esfuerzo de generaciones y sacrificio de ciudadanos se encuentre en riesgo.
Seguramente todos estos que hoy desplazan a aliados del régimen y provienen de otras denominaciones políticas serán los beneficiados, observaremos como arriban, arrebatan, ofrecen y nunca cumplen. La lealtad es un bien limitado en política, Emiliano Zapata daba muestra de esto con una frase que vale hoy repetirla: “quiero morir siendo esclavo de los principios, no de los hombres”.