Antonio López de Santa Anna (1794-1876) fue un político popular, gran parte de aquella fama se debía a sus desplantes y a un culto a la personalidad motivado por muchos arribistas, quienes erigían interesadamente un falso patriotismo con el cual seducía a numerosos ciudadanos.
Ocupó la Presidencia seis veces, la última (1853-1855) le fue otorgada con el consentimiento generalizado, después de un exilio, a su retorno lo recibieron como se espera a un predestinado, a un ser venturoso que resolvería todos los inconvenientes. Sin objeciones se le concedió la Presidencia. Se pensaba que una figura de su fuerza y estimación acabaría con la inestabilidad de una nación, que a lo largo de 30 años de independencia y de modelos políticos enfrentados, sólo había producido guerras, una monarquía y una sucesión de presidencias efímeras y débiles.
Lo que había orillado a tomar esta decisión, concentrada en un personaje contradictorio y volátil, fue la pérdida de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio en 1848, descalabro que se le achacó a la falta de unidad nacional.
Se buscaba un dignatario fuerte y de consenso, con legisladores afines y sin oposición, suponían que erradicarían aquella discordia que había incendiado al país muchas veces y así, se conquistaría la unidad en torno a un ser providencial que encabezaría aquella patria desfigurada por las ambiciones y la ineptitud. Las angustias nacionales acabaron en escandalosos absurdos, la realidad tomó fuerza dándole a aquellos mexicanos una lección por su irresponsabilidad.
La última Presidencia de Santa Anna fue el episodio más estrafalario de un nutrido inventario de situaciones lamentables, intentando recaudar dinero, impone impuestos a puertas, ventanas y a la posesión de perros, si no se pagaba se sacrificaba a la mascota. Se adjudicó el título de “Alteza Serenísima”, se concentró en dictar leyes irrisorias como el largo del bigote.
Encarnaba un infeliz vodevil que le costó al País y a Sonora otra mutilación territorial, casi 400 mil hectáreas, la mayor parte de nuestra entidad. Aquella aventura esperpéntica terminó en tragedia, un levantamiento lo derrocó y al final Santa Anna tomó un barco hacia el exilio que, como una broma del azar, llevaba el nombre de Iturbide.
Al tiempo la historia se encargaría de él. Actualmente vivimos momentos parecidos, el sexenio agoniza impulsado por antiguos delirios. Lo que acaba de suceder con el Tren Maya no es más que la demostración desdichada de una ocurrencia, miles de millones de pesos despilfarrados en la afectación de una selva única y extraordinaria, la materialización de un capricho inútil, la evidencia de cómo oportunistas y beneficiarios de los desatinos se aprovecharon de la aparatosa corrupción.
La misma ensoñación con los ferrocarriles se manifiesta en Sonora, atestiguamos un momento surrealista y misterioso con la construcción de unas vías de ferrocarril hacia Nogales, partiendo Ímuris e hiriendo el delicado Valle de Cocóspera para arribar al puerto fronterizo de Nogales a través de un túnel, justo donde ya existen vías. Todo avanza sigilosamente, dejando muchas preguntas sin respuesta.
Los trenes tienen una antigua presencia en nuestra entidad, Santa Anna vendió patrimonio sonorense en 1853 para un propósito ferroviario norteamericano. El dinero por aquella transacción nunca ingresó al erario, se desvaneció en medio de una corrupción generalizada. Cuenta José C. Valadés, que cuando Antonio García Cubas, el prestigiado cartógrafo, le mostró a Santa Anna el plano de lo que había entregado a los EU a consecuencia del Tratado de la Mesilla, este se horrorizó. Las dimensiones nunca las había visualizado. La opacidad en este proyecto es un mal augurio.
Joaquín Robles Linares es expresidente de la Sociedad Sonorense de Historia, colaborador en temas históricos, políticos y culturales distintos medios de comunicación. Exfuncionario cultural, actualmente dedicado a su práctica privada como odontólogo.