La Revolución nació con la demanda de acabar con la reelección, explica Rogelio Hernández Rodríguez (Historia Mínima del Partido Revolucionario Institucional, Colegio de México, 2016) y puntualiza que para 1929 en México coexistían cerca de mil partidos; agraristas, obreros, socialistas y regionales, como el Partido Fronterizo de Tamaulipas o el Radical de Tabasco. Los más notorios serían el Partido Liberal Mexicano, vinculado a la CROM y a su líder Luis N. Morones, y el Partido Nacional Agrarista, con dirigentes como Antonio Díaz Soto y Gama y Aurelio Manrique. También, estatales como el Partido Socialista del Trabajo, con sede en el Estado de México, o el Socialista del Sureste, asentado en Yucatán.
La efervescencia política transitaba a través de organizaciones que atestiguaban cómo la Revolución se materializaba en un Gobierno y buscaban asimilarse. El espíritu creativo de la fundación del Partido Nacional Revolucionario fue Plutarco Elías Calles, pero la operación recayó en personajes como Aarón Sáenz, Manuel Pérez Treviño, Manlio Fabio Altamirano, Bartolomé García Correa, Basilio Vadillo y Luis L. León, quien había militado en el Partido Revolucionario Sonorense. Ellos gozaban de la confianza de militares y revolucionarios que dominaban la vida pública nacional.
Así, el 4 de marzo de 1929 constituyen el PNR, institución que primero fue orden y programa para posteriormente convertirse en fuente y caudal.
Para 1939, las condiciones del País cambian. Lázaro Cárdenas protagoniza un viraje, modificó las siglas del partido a PRM, integró corporaciones y concentró en él toda decisión política, atando el destino político del País al mandatario. Esto provocó que los antagonistas concibieran un partido auténticamente opositor, en el cual se cobijarían las clases medias o los católicos, quienes permanecían excluidos de los intereses del régimen.
El Partido Acción Nacional nació el 16 de septiembre de 1939. El fundador había pertenecido al círculo del poder; no obstante, eso no lo hacía rehén de su pasado. El político de convicciones sentenció que la lucha sería una “brega de eternidad”.
La prueba llega en 1940 y la contienda opositora la encabezaría Juan Andreu Almazán, el primer descalabro electoral del régimen que acaba imponiendo a sangre y fuego a Manuel Ávila Camacho, quien posteriormente fue distendiendo el conflicto, llegando a declararse creyente.
Las fuerzas se enfrentarán a lo largo del tiempo de forma desigual. El partido transitó al PRI y se convirtió en una máquina electoral al servicio del régimen presidencial, bajando la temperatura de aquella Revolución que empezaba a recurrir al pragmatismo.
El PAN será el arquetipo de persistencia, testimonial y combativo, realidad ciudadana ante el avasallamiento de aquel coloso electoral, conquistando limitados espacios y conservando la llama opositora.
Para 1968, el sistema se agotó; sin embargo, políticos brillantes de la generación posterior le insuflaron sobrevida. En los años ochenta y más arriba, otra generación, esta entiende que la democracia es ineludible, los riesgos graves, y la vida política del País estaban en juego.
En 1989, el PAN conquistó la gubernatura de Baja California, la primera posición significativa. Esta generación, tanto del PRI como del PAN -a la que se le ha regateado mezquinamente su papel-, tejerá una exitosa transición, edificará instituciones y cimentará acuerdos, borrando aquella amenaza cetemista: “A balazos llegamos, a balazos nos sacan”, y hacen de la democracia una realidad.
Un espurio dirigente del PRI que no conoce el pasado y su importancia intenta mañosamente adueñarse de la institución, abjurando de su origen antirreeleccionista para rendirse al poder, hostigando militantes y participantes de ese momento histórico, excluyéndolos y negándoles sus derechos partidarios. Para él y sus seguidores, su destino es el basurero de la historia, acto seguido, el descrédito por traición.