Mi gusto es… (o la otra mirada). Por: Lic. Miguel Ángel Avilés
No creo que sea tanto así pero, a decir de Montesquieu “La solemnidad es el escudo de los idiotas” y ni modo de exhortarlo para que reconsidere su máxima pues este narizón ya vuela alto desde hace doscientos setenta años, un mes como el que transcurre, a causa de una fiebre.
En mi caso no creo que me atreviera a decir eso pero tampoco soy partidario de la solemnidad, bajo el entendido que el mencionado jurista, intelectual, historiador y filósofo político francés, estaba arremetiendo en contra de esa esta figura en los demás y no era una autocrítica.
Yo me estoy refiriendo a los acontecimientos impostergablemente ceremoniosos de la vida diaria, esos que debes cumplir en un evento social, en un acto público, en un festejo cívico, en una convocatoria protocolar en la que debes estar sí o sí, quisieras asistir por voluntad propia o te aventaron al ruedo sin consultarte.
Acoto que, para mi, la solemnidad no es lo mismo que la seriedad y menos que la responsabilidad. No será ahorita cuando elucubre sobre sus diferencias ni les haré la tarea para que ustedes, cómodamente, ya no investiguen, pero, repito, no es lo mismo.
A mi no me gusta la solemnidad, dije, pero no impide que a otros sí y que les guste levitar en la pista o en el escenario, cada vez que se les llama para que se hagan presentes y en donde son peces en el agua a la hora de levantar la ceja, endurecer la cara, impostar la voz, y no relajar el semblante de sus facciones ni de su andar, ni la mirada, ni otras cositas, y arriba y arriba .
Esa parafernalia, por más tensa que sea, debo de respetarla, aunque no lo hayan hecho Ibargüengoitia, Monsiváis o Leduc, sobre todo este último, quien pronunció una frase en torno a la solemnidad que hasta el propio Montesquieu la censuraría.
Sea como sea, mi teoría es que aquellos que traemos un tiro cantado con la solemnidad, en un momento dado de nuestra temprana vida, fuimos arrojados, sin miramientos, a un hecho solemne de esta naturaleza, viviendo el peor de los ridículos, que nos marcó para siempre y desde entonces, todo eso que Freud le puso nombre y que según él, son procesos psíquicos que condicionan la conducta, juraron vengarse.
En mi caso, ese parteaguas pudo ser esa mañana que me puse, más bien me pusieron una corbata y desde entonces no he vuelto a tener una buena relación con ellas.
Como ya lo he contado, habré tenido menos de siete años cuando mis padres quisieron poner su granito de arena en una boda y me empujaron a la hoguera, sin interesarles mi opinión, para que yo fungiera como pajecito.
En esos años ni se habla del interés superior del menor ni de parlamento abierto, figuras estas que pudieran suspender mi humillación y aun cuando lo decidido trajo consigo mil rabietas de mi parte, el poder familiar se impuso y no hubo más que acatar, a regañadientes, esa orden que, por sí misma, era degradante.
Lo que tampoco me pareció sano fue que ninguno se hubiera dignado en comprar una corbata para niño, sino que, sacada de quien sabe qué cajón, tuvieron a mal recurrir a una medida, supongo, el doble de mi estatura y sin checar, previamente, me la pusieron un par de horas antes de que se llevara a cabo la ceremonia, lo que obligó a mis modistas a remediar ese contratiempo con chicanadas que no evito sonrojarme cuando las recuerdo.
Me enfundaron en un traje negro-creo- y a lo último, mi madre me puso en posición de firmes para llevar a cabo la faena. Me rodeó con todo lo largo de la corbata alrededor del cuello como si preparara a un condenado para la horca y se dispuso hacer el nudo con los extremos de la tela que casi rosaban el suelo. Yo cerré los ojos, imploré a Dios, me confesé en silencio y pedí el último deseo.
Mi madre me sacó de lo absorto dándome un manazo en mi hombro para que me quedara quieto y ajustó el nudo que, según ella, le había quedado de maravilla. Le hice una seña con mis ojos para que lo aflojara tantito porque no podía respirar y por fortuna me entendió pero no tanto como darse cuenta que yo, definitivamente, no me quería poner ese largo pedazo de tela.
De algún modo emparejé las cosas cuando, rumbo a la iglesia, hube de sentir ganas de orinar y entre ambos, papá y mamá, tuvieron que lidiar con ese mazacote que ellos mismos habían confeccionado y que ahora se escondía en mis pudores.
No sé cómo desataron aquello, pero todo lo hicieron justo a tiempo antes de que su criatura, sin más remedio, aflojara sus esfínteres y sintiera dentro de sí una libertad tan necesaria.Eso provocó que llegáramos a la iglesia cuando, a la entrada, el cortejo ya se estaba formando. Una niña de ojos azules me miró con reproche y entendí que era con ella con quien habría de hacer mancuerna para tomar la cola de la novia.
“Mal de muchos “quizá pensé yo o no sé qué dijo ella en tono de reclamo pero opté por no contestarle porque, en aquel entonces aún no tenía plena conciencia de la perspectiva de género y esas cosas, de tal suerte que, si llegaba a colmarme, yo entraría en cólera y le metería unos guamazos.
Mi madre lo sabía y por eso no me dejó solo, caminaron conmigo y de esa forma la procesión que seguía a la novia entró sin contratiempos hasta donde estaba ese cura que ya le decía cositas al oído al sacristán las cuales, seguramente, no eran de esas que ahora ustedes se están imaginando. La niña se acercó más a mí, pero ahora preferí ignorarla para no causarle falsas expectativas y me dediqué a lo mío.
Mamá me miraba con orgullo, sin importarle que, en mi entrepierna, un nudo de tela me estrangulara. Así aguanté toda la misa hasta la salida de la iglesia, cumpliendo el mismo ritual con el que había entrado.
Cuando lanzaron el arroz, unas palomas aterrizaron para comer y sentí la necesidad de montarme en una de tantas y salir volando de ahí, para quitarme la corbata y aventarla desde los aires como la novia lanzaría el lazo. Nada de eso pude hacer y tuve que aguantar los tirones en mis testículos durante todo el tiempo que duró el trayecto de la iglesia al rancho y luego la solemne pasarela que tuve que hacer con familiares y amigos para que mi madre se sintiera orgullosa de ver a su hijo menor vestido como la gente.
Por eso creo que la primera vez que me pusieron una corbata, me marcó para siempre y ya no he vuelto a tener una buena relación con ellas y mucho menos con la solemnidad de la que ahora les hablo.
Habría que someterme a una regresión, una terapia cara a cara con un profesionista, una hipnosis, a la experiencia del sapo en punta chueca, al psicoanálisis y sepa la bola, para concluir, sin duda razonable de por medio, que ese capítulo de la corbata fue el punto de quiebre para enemistarme con la solemnidad.
Claro, una cosa trae aparejada otra, como si fuera digamos la experiencia o la lección o el cierre de una puerta y la apertura de otra y fue así como al huir de la solemnidad, me tropecé con el humor y esto fue más gratificante para mi ya que esto implicaba, en general, quitarles a las cosas lo superfluo, dejarlas en a su justa dimensión, y observar el contraste entre lo que de verdad son las cosas y lo que simulan ser.
Así aprendí que lo opuesto al humor no es la seriedad ni la responsabilidad, ni la competencia comunicativa de adaptarte a las circunstancias del momento, sino la solemnidad. Porque, siguiendo a un autor cuyo nombre ahorita no me acuerdo, “la función de la solemnidad es crear una apariencia de importancia. Justo lo contrario de lo que consigue el humor.”
La solemnidad entonces no es auténtica ni genuina, es una impostura, un disfraz que quiere parecerse, pero no lo es.
La consecuencia o el riesgo es que nada es más sencillo para quien quiere divertirse que tener la solemnidad frente a sí, porque, como todo lo artificial o contrahecho puede desarmarse y conseguido esto queda al descubierto lo real, lo que encubría la solemnidad y que casi siempre es lo grotesco, lo patético, o, como dije, ridículo.
Sí, el traje nuevo del emperador puede ser un ejemplo. Y un niño “luciendo” una corbata que nunca quiso ponerse, también.
Aclaro que el humor, en todas sus variantes, en particular la ironía, no es burla ni ofensa, más bien es un ejercicio defensivo contra quien si quiere burlarse, o engañar o hacerse pasar por lo que no es. Es decir, no me burlaría de un estadista, al contrario, seguiría sus pasos o significaría mi guía y yo su perro fiel y su todo, pero no me pidan que haga lo mismo, con un merolico o una charlatán porque ahí si que me indígena más que obligarme a poner una corbata.
Tampoco haría mofa de ningún grupo indígena o de cualquier comunidad originaria pero no puedo someterme a un ritual organizado por un invasor que acude a estos lugares , les lleva ropa usada, le suministra lo que lleva para consumir, se pone a danzar atropelladamente en puntos sagrados, organiza un temascal pirata sin autorización , se pinta la cara para no ser sino parecerse y lucir una selfie en Facebook posando como si fuera el indio Gerónimo o Maria Sabina .
Todo esto lo digo sin querer ser aguafiestas. Lo juro. Porque si lo fuera suscribiría lo que dijo Montesquieu o afirmaría que la solemnidad es también el disfraz que los más torpes y acomplejados utilizan para intentar disimular sus carencias. Pero no lo pienso decir, porque todos y todas merecemos respeto.
Mucho menos citaré a la letra lo que afirmó Leduc al respecto.
Jamás.
Lo que sí creo es que el humor es algo muy serio. Tanto así que un futuro, puede considerarse como algo muy solemne.