Sin Medias Tintas. Omar Alí López Herrera
Por más distintos que parezcan, el caso de doña Carlota en Chalco y el de los “niños macheteros” en Hermosillo comparten una raíz común: la soledad social. Esa que nace cuando las instituciones, los lazos comunitarios y los sistemas de contención desaparecen. Aquí, en los extremos de la vida —la vejez y la adolescencia— el abandono se manifestó con fuerza, y la violencia se convirtió en el único medio para ser visto.
Doña Carlota, de 74 años, denunció la invasión de su propiedad ante las autoridades; pero solo encontró desesperación y más oídos sordos que soluciones, como tantas otras personas mayores en México. Al sentirse acorralada y despojada de lo que consideraba suyo, disparó, y dos hombres murieron. La noticia sacudió al país, no solo por la crudeza de los hechos grabados en video, sino por lo que representaba: una anciana tomando la justicia en sus manos.
Y no hace mucho, un grupo de adolescentes recorría las calles de Hermosillo con machetes. Armados, y sin proyecto de vida visible, cometieron robos y agresiones como parte de la pandilla HPL. También ellos estaban solos. Ninguno estaba inscrito en una secundaria, todos habían sido “abandonados” por sus padres y por el sistema educativo.
Dos casos separados por edad, región y circunstancias particulares; pero ambos nos hablan de un vacío, de una fractura profunda: cuando el Estado falla, la violencia entra por la rendija como consecuencia previsible de la ausencia.
Lo más inquietante no son los actos de violencia mismos —ya de por sí trágicos—, sino su lógica: la violencia como herramienta de defensa o afirmación. En doña Carlota, la desesperación se convirtió en balazos, y en los adolescentes de Hermosillo, el desamparo se convirtió en machetes. Ambos eligieron actuar no por maldad pura —quiero creer—, sino porque el mundo a su alrededor no les ofreció alternativas, y eso debería preocuparnos más que los juicios morales apresurados y polarizantes.
El filósofo francés Emmanuel Levinas sostenía que la ética nace del rostro del otro. Ver al otro como alguien con dignidad, con historia, con dolor. Pero ¿qué pasa cuando ya no vemos rostros, sino amenazas?, ¿Qué sucede cuando nadie mira al otro como ser humano, sino como enemigo, estorbo o simple daño colateral?
Doña Carlota probablemente ya no veía amigos, sino invasores. Los menores macheteros no veían ciudadanos, sino blancos fáciles. En ambos casos se perdió la mirada ética. Y eso no ocurre en el vacío: ocurre cuando las instituciones que deberían garantizar la convivencia justa dejan de funcionar; cuando la justicia tarda; cuando la educación falla; cuando la policía no llega; o cuando el rostro del otro deja de tener nombre y la desesperación se convierte en la única compañía constante.
En la vejez y en la infancia los seres humanos son particularmente vulnerables. Ambas etapas requieren cuidados, estructura y comunidad. En el México actual sin embargo, esas garantías son cada vez más frágiles, porque los adultos mayores enfrentan una cultura que los relega a la invisibilidad, y los jóvenes crecen en un país donde 7 de cada 10 no terminarán la educación básica en comunidades marginadas, donde el narcotráfico ofrece más oportunidades económicas que el empleo formal, y donde la violencia intrafamiliar normaliza el uso de la fuerza como forma de resolución de conflictos.
La soledad de los viejos y el abandono de los jóvenes son síntomas de un país que no está sabiendo proteger a los más vulnerables. Y cuando quienes deben ser protegidos se convierten en agresores, el mensaje es claro: no hay refugio posible. El círculo vicioso se completa cuando la sociedad, en lugar de ver las causas, solo reacciona ante los efectos.
No son casos excepcionales, son extremos visibles de una realidad que algunos niegan. Adultos mayores que viven sin apoyo ni seguridad jurídica; jóvenes que crecen entre violencia familiar, deserción escolar y ausencia total de proyectos de vida. En medio, una sociedad que se acostumbra a verlos como problemas, no como personas, o como cifras en estadísticas de criminalidad, no como tragedias humanas que pudieron evitarse.
Estos casos deberían preocuparnos a todos, porque si la ética nace del reconocimiento del otro, debemos preguntarnos en qué momento dejamos de mirar a nuestros viejos como depositarios de sabiduría, y a nuestros jóvenes como portadores de futuro. ¿Qué tipo de comunidad estamos construyendo si una mujer de 74 años siente que tiene que matar para recuperar su hogar? ¿Qué estamos haciendo como sociedad si adolescentes creen que con un machete pueden ganarse el respeto que no encuentran en sus casas?
Quizá el problema no sea la pistola ni el machete. Quizá el verdadero problema sea el silencio, la indiferencia, la falta de vínculos significativos. Es en ese vacío donde la violencia florece como única respuesta posible. Y si no llenamos ese vacío con comunidad, con justicia, con dignidad compartida, será la violencia la que lo siga ocupando, caso tras caso, tragedia tras tragedia.
No es suficiente castigar a los culpables. Tenemos que preguntarnos qué tan responsables somos todos, por omisión o por costumbre. Porque un país que deja solos a sus abuelos y abandona a sus niños no necesita enemigos externos… se destruye desde dentro.