Sin Medias Tintas. Omar Alí López Herrera
Las democracias rara vez mueren a gritos, y la nuestra se consume como una vela en su propia cera. Con la coptación del Poder Judicial, pronto serán los juristas a modo los que operen sin anestesia el cuerpo de la República. El nuevo autoritarismo no necesitó demoler la casa de la ley, solo cambiará las cerraduras desde dentro.
Estamos ante una forma más compleja de concentración del poder: el autoritarismo legalista. Uno que se vale de la reinterpretación estratégica para favorecer el dominio de una sola voluntad política.
En nuestro país la transformación está tejiendo su telaraña, hilo por hilo. Hoy la ley, por ejemplo, ya no funciona como dique que contiene al poder, sino como un canal que lo encauza. Con reformas penales ambiguas (Puebla), tipificaciones morales disfrazadas de justicia (Campeche) y sanciones electorales que castigan el habla (Sonora), poco a poco se va infectando el organismo. Este fenómeno —visto también en Venezuela— ha sido descrito por Giorgio Agamben como “estado de excepción permanente” y, pese a esto, en nuestro país cerramos los ojos ante esta normalización progresiva del control que opera en múltiples dimensiones: discursiva, económica y clientelar.
El autoritarismo está con un pie dentro, y pareciera no importar mientras continúen alimentándose los programas sociales; transformados en cordones umbilicales políticos.
No nos importa que la tolerancia hacia la corrupción sea selectiva y funcione para los críticos y opositores, ni que la “austeridad republicana” conviva con megaproyectos opacos y contratos directos con los amigos. Mucho menos que las multas del TEPJF bajo el concepto de “violencia política de género” sean el teatro de la justicia, donde se utiliza una causa legítima como decorado para representar la obra de la censura. O que el poder se sirve de leyes imprecisas —”injurias”, “odio”, “ciberasedio”— para atrapar solo lo que quiere atrapar, o que se legisle no para proteger derechos, sino para domesticar el lenguaje.
Lo más inquietante es que este proceso no requiere ruptura institucional. Se vota, se consulta, se dictamina. Es la “banalidad del autoritarismo”, porque no se impone por golpe, sino por un procedimiento ejecutado en nombre del pueblo y enmascarado en el Congreso de la Unión.
Es tentador suponer que mientras haya elecciones y congresos, la democracia está a salvo. Pero muchos regímenes han nacido dentro de estructuras formalmente democráticas. El totalitarismo moderno, advirtió Hannah Arendt, no desprecia la ley: la absorbe y la pervierte.
Ciertamente, algunos mecanismos pueden tener intenciones legítimas —combatir desinformación, proteger dignidad—, pero cuando se aplican selectivamente con criterios políticos se convierten en instrumentos de control. La diferencia entre regulación legítima y autoritarismo legalista radica no en el texto de la ley, sino en su aplicación discrecional.
Hoy disputamos la naturaleza misma del espacio público, porque si todo disenso puede reinterpretarse como delito, si la supervivencia económica depende de la lealtad política, y si los recursos públicos se convierten en grilletes, entonces transitamos hacia un régimen donde los ciudadanos ya no seremos protagonistas de la historia política, sino personajes secundarios en el guión que otro escribe.
Hay una comodidad peligrosa en esto: ejercer control sin acusaciones formales de autoritarismo. Se jura que no hay censura porque no se ha cerrado un medio —que ya pasó en Campeche— ni encarcelado a un periodista; pero se olvida añadir que se han ahogado voces con sanciones económicas, criminalizado opiniones por medios administrativos, expuesto a ciudadanos con deudas fiscales desde la pedagogía matinal y convertido la política social en mecanismo de subordinación.
El nuevo paquete de leyes votadas al vapor en el Congreso sigue tejiendo la mortaja de la democracia, hilo por hilo. Y mientras eso ocurre, seguiremos votando y hablando… pero cada vez más bajo, por temor a ser juzgados… literamente.
Ante esta realidad, juristas, académicos, periodistas y ciudadanos tenemos la obligación de distinguir entre regulación legítima y manipulación autoritaria, denunciar cuando la ley se convierte en máscara del poder, y defender espacios de debate que ningún procedimiento técnico debería cerrar.
Y si como sociedad no reaccionamos ante esa mutación —porque se ejecuta como veneno sin sabor— entonces habremos cumplido la peor profecía: el poder que se disfraza de ley no solo somete sino que convence. Y una sociedad convencida de su sumisión ha perdido para siempre no solo la libertad, sino el recuerdo de que alguna vez fue libre.