Sin Medias Tintas. Por: Omar Alí López Herrera
A veces, las noticias parecen fotogramas de un país que se desmorona sin hacer ruido. Un adolescente dispara a su madre porque le quitó el teléfono; una niña muere por la picadura de un alacrán porque en el hospital no había suero; un niño es aplastado por una estructura metálica en una escuela donde la obra no estaba autorizada. Tres tragedias distintas, ocurridas con días de diferencia, pero unidas por un hilo común: la desprotección de nuestros niños.
El caso de Viggo, el adolescente que en Polanco le disparó a su madre, parece sacado de una pesadilla. Un niño de trece años que bebe, discute, se enfurece y toma un arma para resolver lo que antes se resolvía con silencio o diálogo. ¿Qué sociedad fabrica un niño capaz de apretar el gatillo contra quien le dio la vida? No es un hecho aislado, sino el espejo de una generación criada entre pantallas y abandono, donde el afecto se reemplaza con dispositivos, y la autoridad —madre, padre o maestro— se vuelve un obstáculo y no un referente. El teléfono aquí no es un objeto cualquiera, sino un símbolo de poder, de escape y de identidad. En esa pantalla, el adolescente encuentra todo lo que el hogar ya no le ofrece, como la atención, la pertenencia, la compañía, y cuando se la arrebatan, siente que le arrancan el alma.
En Hermosillo, una niña de cinco años muere porque un hospital del IMSS no tenía suero antialacrán. La noticia nos indigna, pero ya no sorprende, porque estamos acostumbrados a que falte todo menos los discursos. En el México institucional la muerte por negligencia se administra con comunicados de prensa. La pequeña llegó viva, picada por un alacrán en su escuela, y la ciencia médica tenía el antídoto; pero el Estado no. Entre la picadura y la muerte, solo hubo burocracia. Nadie responderá, probablemente, porque hemos visto que la responsabilidad en México es un fantasma sin ubicar. Esa niña no murió por un alacrán, murió por un sistema; por el olvido y el cansancio de instituciones que han normalizado su propio fracaso.
En Coahuila, el pequeño Anuel, de seis años, fue aplastado por una estructura metálica que alguien sin permiso decidió levantar en su escuela. La obra estaba en construcción, sin supervisión y sin precauciones. Murió en el único lugar donde se supone que un niño debe estar seguro. ¿Dónde estaban las autoridades? ¿Quién autorizó la obra? ¿Quién la inspeccionó? Las respuestas se disuelven en comunicados de condolencias y promesas de investigación.
Estos tres hechos no son casualidad, sino síntomas. En nuestro país los niños mueren porque nadie los cuida, los adolescentes matan porque nadie los guía, y las instituciones responden con boletines y minutos de silencio. ¿Sonaré trágico si digo que los niños viven entre la violencia doméstica, la precariedad médica y el descuido estructural, y que la educación ya no educa y la familia ya no protege; y que el Estado, no llega, y cuando lo hace, es tarde?
Para mí, ninguno de estos casos es un accidente. Son consecuencia directa de un país que perdió el sentido de lo que significa cuidar la vida, la infancia, la palabra y el futuro. Y en cada historia de estas balas y alacranes, la patria se pudre desde sus instituciones. Porque cuando un niño muere por un alacrán, cuando otro muere por una estructura que no debió existir, y cuando un tercero dispara a su madre, lo que realmente está muriendo es la esperanza.




