Sin Medias Tintas. Omar Alí López Herrera.
La Ciudad de México tiene una habilidad especial para contarse dos veces: una en los comunicados oficiales y otra en la calle. Y cuando se comparan la actuación gubernamental en la marcha del 2 de octubre y la movilización de la Generación Z, las diferencias no solo saltan; se enredan, se contradicen y, al final, exhiben más del propio gobierno que de quienes marchan.
El 2 de octubre fue, como siempre, un ejercicio de equilibrio histórico. El gobierno capitalino caminó de puntitas sobre una fecha que no admite improvisaciones. La orden fue clara: resistir, aguantar y sobrevivir sin mancharse. El relato oficial se inclinó hacia la épica del aguante —esa épica donde los policías son héroes de contención y los encapuchados son los villanos— mientras se insistía en que ningún exceso provino del Estado. Una narrativa casi ritual, construida para recordar que “este gobierno no reprime”, aunque la cantidad de lesionados dijera otra cosa y la inconformidad interna de los propios elementos, días después, terminara rompiendo el guion.
Ahí, el gobierno habló con solemnidad de memoria, de respeto y de un Estado que se sabe observado por la historia. No se permitió desviaciones retóricas. El 2 de octubre exige liturgia, no espontaneidad.
Pero muy distinto fue el tono ante la marcha de la Generación Z. El 15 de noviembre el gobierno abandonó el traje ceremonial y adoptó uno más nervioso, casi reactivo. Ya no se trataba de administrar la memoria, sino de enfrentar un presente que le resulta incómodo. En vez de los discursos templados sobre derechos y libertades, surgió la sospecha de bots, intereses ocultos, manipulación digital y complots dispersos. La narrativa del Estado pasó de la solemnidad al sobresalto, del mártir institucional al analista de redes sociales que intenta explicar por qué miles de jóvenes le gritan a un gobierno que dice gobernar para ellos.
Y frente a los heridos —civiles, policías, reporteros— la respuesta fue menos ceremoniosa y más burocrática con investigaciones, suspensiones, aclaraciones técnicas, todo envuelto en un lenguaje de control administrativo que contrastó con la mística casi heroica del 2 de octubre. De pronto la autoridad dejó de hablar como garante de libertades y comenzó a hablar como oficina de crisis.
El contraste fue evidente, porque cuando la protesta pertenece a la memoria colectiva, el gobierno se vuelve cuidadoso, casi reverencial; pero cuando la protesta pertenece al presente —que cuestiona su credibilidad— el gobierno se vuelve defensivo, incluso irritado. Al 2 de octubre se le administra… y a la Generación Z se le contiene.
Pero hay algo que sí se mantuvo intacto en ambas narrativas: la eterna búsqueda del culpable externo. En octubre fueron los encapuchados, y en la protesta juvenil fueron los bots y los actores infiltrados. El guion no cambia. Este gobierno siempre es víctima de una circunstancia que jamás parece provocada por sus propias omisiones.
Al final, el Estado terminó enfrentándose a dos espejos distintos: en uno vio a su pasado, y decidió maquillarse con prudencia. En el otro vio a su presente, y optó por parpadear rápido para no reconocerse.
Dos marchas, dos tonos, un mismo gobierno intentando sobrevivir al juicio de la memoria y al juicio, más severo aún, de cierta juventud que ya no compra discursos en oferta.




