Por Ing Héctor Castro Gallegos
En el corazón árido y noble de Sonora late una verdad que muchos olvidan: los ejidatarios no son sólo herederos de la tierra, sino guardianes de la identidad que dio forma a este estado.
Los jóvenes sonorenses —esa generación despierta que ya no se traga los discursos vacíos— comienzan a mirar hacia los campos y los pueblos con un sentido renovado de conciencia. No los ven como restos del pasado, sino como el punto de partida de una nueva soberanía: la soberanía alimentaria, ecológica y social que el país necesita para sobrevivir en los años por venir.
La política, en cambio, sigue caminando por los mismos senderos desgastados, hablando de modernización sin entender que no puede haber progreso sin justicia para quienes labran la tierra que nos sostiene.
En cada rincón del valle del Yaqui, en los llanos de Caborca, en las fronteras del desierto, los jóvenes están entendiendo que el poder real no se mide en votos, sino en raíces.
Que los ejidatarios, con su callada sabiduría y su lucha silenciosa, representan la última frontera frente al olvido político.
Mientras los partidos se disputan los titulares, el campo se seca, las presas se vacían y los viejos hombres de sombrero miran el cielo con una paciencia ancestral, esperando una lluvia que ya no llega.
Pero hay una nueva mirada que se alza desde las universidades, desde los colectivos rurales, desde los jóvenes que vuelven a hablar de cooperativas, de energía limpia, de agricultura regenerativa y de dignidad. Esa juventud no quiere subsidios: quiere respeto, participación y un nuevo pacto político con quienes trabajan la tierra.
El poder que está por encima de la presidencia —ese que no se elige pero que define el rumbo del país— ha mirado con desdén a los ejidos, porque sabe que en ellos habita la verdadera independencia. Los jóvenes lo saben también.
Por eso cuestionan, por eso reclaman, por eso sueñan con un Sonora donde la tierra deje de ser mercancía para volver a ser destino. Su discurso no es romántico, es pragmático y profundo: sin tierra fértil no hay nación, sin campesino no hay soberanía, sin justicia para el ejidatario no hay futuro posible.
Ellos no quieren volver al pasado, quieren reinventarlo con tecnología, educación y conciencia ambiental, sin que la esencia del campo desaparezca bajo el cemento del olvido. En esta nueva era, la política sonorense enfrenta su mayor desafío: reconciliar el poder con la tierra. Los jóvenes lo intuyen: el verdadero desarrollo no se decreta desde una oficina, se cultiva con manos limpias y visión clara.
Quieren un Sonora donde el ejidatario sea aliado, no rehén del sistema; donde el agua se respete como sagrada y donde la educación rural deje de ser un favor político para convertirse en política de Estado.
En ellos se está gestando una revolución silenciosa, una conciencia colectiva que no busca destruir, sino reconstruir lo que otros abandonaron. Los hijos de la tierra están despertando… y cuando ellos hablen, cuando ellos voten, cuando ellos decidan volver al campo con dignidad, el poder real tendrá que escuchar, porque ese será el día en que Sonora renazca desde sus raíces.




