La rebeldía de una generación que se cansó de gobiernos que administran ruinas y celebran islas
POR ING.Héctor Castro Gallegos Sonora
llegó a un punto donde las contradicciones ya no pueden maquillarse: los ciudadanos exigen soluciones de Estado, pero siguen eligiendo liderazgos que gobiernan como si cada municipio fuera un archipiélago desconectado de todo, protegido por murallas invisibles y modestas ambiciones.
Los jóvenes lo dicen sin rodeos: Sonora está atrapado en una paradoja política que asfixia cualquier proyecto transformador.
Exigimos coordinación, pero premiamos el individualismo; exigimos Estado, pero aplaudimos al caudillo local; pedimos estrategia, pero votamos por quienes sólo ofrecen relatos personales.
Esta incoherencia explica buena parte del estancamiento: administraciones que prometen revoluciones y terminan hundidas en sus propios laberintos; partidos que se destruyen entre sí incluso cuando el enemigo común es la crisis; y una ciudadanía que reclama resultados, pero desconfía de toda cooperación como si el acuerdo fuera un pecado.
Esta lógica nos ha llevado a un límite que ya no se puede esquivar: Sonora y sus municipios enfrentan desafíos demasiado grandes para cualquier liderazgo aislado —desigualdad agresiva, violencia criminal sofisticada, polarización corrosiva, crisis climática, tensiones con la federación, desconfianza institucional— y aun así seguimos actuando como si el mundo se resolviera desde una sola silla.
La clase política insiste en repetir una lección equivocada: que los recursos son el problema. No, los jóvenes lo sabemos bien: lo que se agotó no es el dinero, sino la capacidad de colaborar. La “siloitis” —esa enfermedad política que encierra a gobiernos, municipios e instituciones en sus feudos burocráticos— es hoy la principal causa del fracaso público.
Destruye valor, interrumpe decisiones estratégicas, duplica esfuerzos, alimenta peleas inútiles y erosiona la confianza ciudadana con una rapidez que ningún discurso puede contrarrestar.
Mientras el mundo se mueve hacia modelos de gobernanza interinstitucional, Sonora insiste en administrar su propio atraso con estructuras del siglo XX y reflejos del siglo XIX. El Congreso, que debería ser el gran articulador, la mesa donde se alinean poderes, se negocian reformas, se escucha a expertos y se redefine el desarrollo estatal, se ha convertido en una oficina ampliada del Ejecutivo o en un coliseo de pugnas partidistas sin visión.
No es un parlamento: es una sala de espera. No construye consensos: administra cuotas. Y ese vacío legislativo se paga caro, porque cuando el Congreso abdica de su papel histórico, el estado entero queda sin brújula. Hoy Sonora está parado frente a un punto de inflexión que ya no se puede aplazar.
La próxima década será decisiva: o convertimos nuestras crisis en la plataforma de un nuevo modelo de desarrollo, o nos hundimos en un ciclo de polarización improductiva que seguirá desgarrando la vida p=?utf-8?Q?=C3=BAblica_h




