Desde Sonora, una generación observa cómo el crimen muta, se digitaliza y gobierna el miedo mientras el Estado llega tarde y la educación financiera nunca llegó.
Por Ing. Héctor Castro Gallegos
La política que hoy vemos los jóvenes no vive en el Congreso ni en las conferencias: vive en el celular.
Vive en llamadas que simulan secuestros, en mensajes que clonan identidades, en fraudes que conocen nuestros datos mejor que el propio gobierno.
La ENVIPE 2025 no revela solo cifras: revela un país vulnerable, cansado y expuesto.
Extorsión y fraude ya no son delitos secundarios; son el sistema operativo del miedo cotidiano. No necesitan armas ni territorios físicos: usan algoritmos, urgencia emocional y una economía precaria que obliga a arriesgar. Estos criminales son los nuevos jefes del barrio porque mandan sin mostrarse, cobran sin exponerse y gobiernan sin rendir cuentas, mientras el Estado sigue presumiendo control en un mundo que ya no entiende.
Los jóvenes aprendimos a desconfiar antes de aprender a votar. No del vecino, sino del enlace, del falso banco, del “funcionario” improvisado, del amigo duplicado por inteligencia artificial.
El fraude no prospera solo por avaricia individual, sino por una desigualdad estructural y una ignorancia financiera que el propio sistema toleró. En Sonora —y en México— la educación financiera llega tarde, cuando el daño ya ocurrió.
La política responde con spots y estadísticas, pero el delito ya es quirúrgico, adaptable y veloz.
Creen que más policías resuelven crímenes que ya no pisan la calle. El poder criminal mutó; el poder público se quedó anclado en el siglo pasado.
Aquí está la fractura generacional: no queremos discursos, queremos inteligencia pública. No queremos miedo administrado, queremos prevención real.
Si el crimen usa tecnología, el Estado debe ir un paso adelante; si el fraude se disfraza de trámite, la política debe transparentar y blindar procesos; si la extorsión explota la urgencia, la respuesta debe ser educación financiera masiva, clara y permanente.
La seguridad ya no se juega solo en patrullas, sino en datos protegidos, coordinación bancaria inmediata y fiscalías que persigan patrones, no anécdotas.
Normalizar el fraude como “costo del progreso” es aceptar la derrota.
El cierre es brutal pero honesto: mientras la política mida su éxito en discursos y no en reducción del daño, los nuevos jefes del barrio seguirán cobrando.
La extorsión y el fraude no son inevitables; son el resultado de un Estado lento y de una economía que empuja a apostar a ciegas.
Desde esta generación la exigencia es innegociable: prevención antes que reacción, tecnología pública más rápida que el crimen y consecuencias reales para quien lucra con el miedo. Si la política no se reinventa, seguirá gobernando el silencio de las víctimas.
Y ese silencio ya es un fracaso nacional.




