Sin Medias Tintas. Omar Alí López Herrera.
Si la corrupción fuera un virus, estaríamos hoy en estado de pandemia por la normalización social de la ausencia de consecuencias. En el gobierno federal —al menos durante los últimos siete años— proliferan casos documentados de corrupción que, pese a su gravedad, han sido más de escándalo que de consecuencias. La falta de castigo no es un accidente, sino es el efecto de un contexto institucional que, como advierte la psicología social, envía señales de permisividad, refuerza conductas desviadas y consolida expectativas de impunidad.
La misma Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción reconoce que alrededor del 91 por ciento de los casos de corrupción permanece sin castigo. No es una cifra menor, sino la evidencia de que la justicia se detiene sistemáticamente cuando se necesita.
Durante la pasada administración federal, diversas dependencias presentaron cientos de denuncias ante la Fiscalía Especializada en Materia de Combate a la Corrupción, y de 731 denuncias federales, sólo una derivó en una sentencia. Más denuncias no significan más justicia.
El Tablero de la Impunidad elaborado por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad muestra que, de más de 26 mil millones de pesos desviados en 16 casos emblemáticos, sólo una fracción mínima de los implicados ha enfrentado un proceso penal completo (Ante tal exhibición, no es de extrañar el ataque a su presidenta María Amparo Casals, por un asunto de hace ¡20 años!)
Pero más allá de nombres y cifras, lo que se consolida es un patrón de normalización. La sociedad observa que cuando se abre una carpeta de investigación, la posibilidad de que un funcionario termine en prisión es estadísticamente baja… a menos que haya consigna política. En términos de psicología social, lo primero es una señal ambiental de tolerancia, y lo segundo es cinismo institucional por el uso instrumental del Derecho.
Philip Zimbardo mostró cómo la ausencia de consecuencias claras modifica la conducta. En su experimento del automóvil abandonado, el vandalismo no surgía de una supuesta inclinación natural al delito, sino del contexto. Es decir, el entorno transmitía la señal de que nadie vigilaba y nada ocurriría. El paralelismo es evidente.
Cuando el sistema de justicia no transforma acusaciones en condenas, se aprende que el riesgo de actuar corruptamente es bajo, y así la impunidad no sólo se padece, sino que se reproduce.
¿Y por qué el sistema judicial no convierte denuncias en sentencias? La respuesta incluye un componente político estructural como es el debilitamiento deliberado del Poder Judicial como contrapeso.
La reforma al Poder Judicial no fue un hecho aislado, como lo he dicho en otras ocasiones. Se inscribe en un proceso de concentración de poder y debilitamiento de órganos autónomos, militarización de funciones civiles y una fiscalía general cuya actuación ya ha mostrado selectividad evidente. La lentitud frente a casos que involucran a aliados contrasta con la celeridad en expedientes políticamente convenientes.
Los casos Segalmex y del huachicol fiscal son ilustrativos. Pese a irregularidades documentadas por más de 715 mil millones de pesos, las investigaciones avanzan con parsimonia, y el discurso oficial insiste en que no hay corrupción, desplazando el problema del ámbito judicial al de la narrativa.
Desde la psicología social, este fenómeno se explica como captura institucional, porque el regulador termina subordinado al regulado. No se requieren sobornos explícitos; basta con rediseñar las reglas para erosionar la autonomía.
La impunidad no es sólo herencia histórica; hoy es también resultado de decisiones políticas concretas, y cuando el sistema de justicia es capturado por el poder, la corrupción deja de ser un error del sistema y se convierte en una de sus características centrales.
Ya se dijo en Oslo: “…cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde para reaccionar”.




