Los jóvenes sonorenses crecieron viendo cómo la corrupción dejó de ser excepción y se volvió sistema. Hoy cuestionan todo: a los políticos, a los partidos y a la policía. Y lo hacen con una lucidez que incomoda al poder.
Por Ing. Héctor Castro Gallegos
La nueva generación sonorense no está despolitizada: está harta, alerta y peligrosamente lúcida.
Creció viendo cómo la corrupción dejó de ser un escándalo para convertirse en rutina, cómo el abuso se volvió paisaje y cómo la impunidad aprendió a caminar sin esconderse.
Para ellos, la corrupción no es un rumor ni una narrativa opositora: es una experiencia cotidiana.
Y el diagnóstico es demoledor. En Sonora, las instituciones que deberían sostener el orden —políticos, partidos y policía— concentran hoy la mayor desconfianza social.
No es rabia adolescente ni pose radical. Es memoria. Es observar durante años cómo la política se volvió un teatro repetido donde cambian los colores, pero nunca las prácticas. Los jóvenes ven a dirigentes que brincan de partido sin pudor, prometen lo mismo con distinto logotipo y administran el poder como botín.
No exigen pureza moral; exigen coherencia mínima. Exigen que la política vuelva a significar algo más que simulación.
Los partidos políticos, en este contexto, aparecen como estructuras huecas, desconectadas de la realidad social. Máquinas electorales que solo despiertan en campaña, reparten utilitarios, piden votos y desaparecen.
Para esta generación, los partidos ya no representan ideas: representan intereses. Y cuando una juventud deja de creer en las siglas, el sistema entra en fase terminal. La autoridad moral se pierde una sola vez.
La policía, por su parte, carga con una herida aún más profunda. Para miles de jóvenes, no simboliza protección, sino riesgo. Más retenes que resultados, más patrullas que oportunidades, más historias de abuso que de servicio.
No es odio: es experiencia acumulada. Y aun así, los jóvenes no caen en la simplificación.
Entienden que el problema es estructural: corporaciones abandonadas, mal pagadas, usadas políticamente y luego sacrificadas como chivo expiatorio. Exigen una reforma real, no cosmética; ética, no publicitaria. Esta generación no es el problema: es el espejo.
Un espejo brutal que refleja la decadencia normalizada por décadas. No quieren destruir las instituciones, quieren que funcionen. No piden anarquía, piden dignidad.
Y eso, para quienes viven del sistema corrupto, es una amenaza mayor. Sonora enfrenta una disyuntiva histórica: escuchar a su juventud o volverse irrelevante. Porque esta generación ya no se deja engañar. Y no piensa esperar sentada.




