Ing. Héctor Castro Gallegos
Para la juventud sonorense, la política dejó de ser un pacto de valores y se convirtió en una lucha cruda por el poder. No es apatía: es lucidez.
Las nuevas generaciones entendieron antes que muchos actores tradicionales que la democracia local fue vaciada de ética y convertida en una herramienta funcional para ganar elecciones, no en una convicción que guíe el ejercicio del gobierno.
Hoy, el voto aparece al final del proceso, no como origen de la legitimidad, sino como un trámite que avala decisiones tomadas en mesas cerradas, lejos del ciudadano. La competencia política en Sonora ya no gira en torno a ideas, proyectos o visiones de futuro.
Gira alrededor de recursos, estructuras, operadores, alianzas opacas y cálculo frío. Campañas huecas, promesas recicladas y gobiernos que administran inercias explican por qué miles de jóvenes desconfían: no porque no crean en la democracia, sino porque ven cómo se usa sin respetarla.
Para ellos, el problema no es el sistema electoral en abstracto, sino su degradación práctica. A este desgaste se suma una realidad más grave: la inequidad estructural y la interferencia del crimen organizado en los procesos electorales.
En amplias zonas del estado no existe una competencia justa. Hay candidaturas blindadas por dinero, control territorial o protección informal, mientras otras compiten en desventaja desde el primer día.
La sombra del dinero ilegal, de la intimidación y del miedo no necesita confirmación judicial para ser percibida. La juventud observa quién manda realmente, quién financia lo imposible y quién impone silencios.
Cuando la política convive con el miedo, el voto pierde fuerza simbólica y la democracia se vuelve frágil. El problema no es una elección fallida ni una autoridad rebasada. Es más profundo y más peligroso.
Se están construyendo, elección tras elección, las bases para normalizar la excepción: para que la astucia sustituya a la ley, la simulación a la ética y la imposición a la legitimidad. Ese camino no fortalece al Estado; lo erosiona.
Si la democracia sigue siendo tratada solo como un instrumento para ganar y no como un proceso fundado en principios, Sonora no solo arriesga elecciones limpias: arriesga la convicción colectiva de que el voto manda. Y cuando esa convicción se rompe, lo que entra no es el progreso, sino la apatía, la imposición o la fuerza.
La juventud no pide milagros: exige reglas limpias, autoridad firme y una política que vuelva a creer que la última palabra la tiene el ciudadano. Ignorar esa exigencia no es solo un error político: es una apuesta peligrosa contra el futuro democrático del estado.




