Los jóvenes de Sonora ya entendieron que el mayor fracaso del poder no es ideológico, es estructural
Por Ing. Héctor Castro Gallegos
Los jóvenes sonorenses no están enojados con la política por moda ni por consigna: están alarmados por experiencia.
Las cifras son una acusación directa al Estado. Once de cada cien niñas y niños no asisten a la educación básica y cuatro de cada diez jóvenes entre 25 y 34 años no concluyeron la educación media. Eso no es rezago: es expulsión silenciosa. En 2025, la educación básica alcanzó su peor nivel en una década, con apenas 89 por ciento de cobertura.
Para esta generación, la política educativa dejó de ser una escalera social y se convirtió en una puerta giratoria que empuja a miles fuera del sistema antes de que puedan defenderse. La precariedad no termina en la asistencia. Cuatro de cada diez escuelas carecen de servicios básicos completos y siete de cada diez no tienen acceso a internet.
En pleno siglo XXI, estudiar sin agua, sin electricidad digna o sin conectividad es una forma moderna de desigualdad institucionalizada. Los jóvenes no lo llaman mala suerte: lo llaman abandono. Saben que competir en un mundo digital sin herramientas es perder antes de empezar.
Y mientras la política presume reformas y discursos optimistas, millones de horas de aprendizaje se pierden en aulas que no garantizan ni condiciones mínimas de dignidad.
No es falta de diagnóstico; es falta de voluntad. Desde la mirada juvenil, resulta evidente que educación y salud no pueden seguir operando como compartimentos aislados.
La necesidad de acuerdos reales entre autoridades educativas locales, la SEP, la Secretaría de Salud, el IMSS y el DIF no es burocrática, es urgente. Llevar a las escuelas públicas programas de prevención, revisión de peso y talla, salud visual y bucal, y generar registros nacionales en zonas vulnerables no es asistencialismo: es política pública inteligente.
Un niño enfermo, mal alimentado o con problemas no detectados aprende menos, falta más y abandona antes.
Un Estado que no cuida el cuerpo de su niñez tampoco está invirtiendo en su futuro productivo.
El problema es que la política sonorense sigue administrando el colapso como si fuera transitorio. Para los jóvenes, esta negligencia ya es histórica.
Sin educación sólida no hay economía competitiva, sin salud no hay aprendizaje y sin coordinación institucional no hay Estado funcional.
El cierre es incómodo pero inevitable: normalizar estas cifras es aceptar un modelo de desarrollo fallido.
La juventud no pide discursos inspiradores ni promesas recicladas; exige decisiones que se traduzcan en aulas dignas, cuerpos sanos y trayectorias completas. Porque esta generación ya lo entendió: el futuro no se negocia en campañas, se construye en las escuelas. Y hoy, la política está perdiendo esa batalla.




