Se discuten reformas, leyes y rediseños institucionales como si el problema fuera técnico, jurídico o electoral. No lo es. El verdadero problema es brutalmente simple y profundamente incómodo: seguimos intentando gobernar el siglo XXI con la mentalidad del siglo XX. Y ese desfase —no una ley mal redactada— es hoy el mayor riesgo para cualquier país que pretenda sobrevivir con dignidad.
POR ING.HÉCTOR CASTRO GALLEGOS
El mundo ya cambió. Cambiaron los tiempos, las reglas, los poderes y las amenazas.
Cambió la economía, cambió la tecnología, cambió la manera en que la sociedad se informa, se organiza y exige.
Lo único que no parece cambiar con la misma velocidad es la política.
Y cuando la realidad corre y la política camina, el resultado es fracaso, enojo social y pérdida de legitimidad.
Gobernar como si nada hubiera pasado no es prudencia: es irresponsabilidad. Insistir en liderazgos rígidos, verticales, obsesionados con el control y el culto a la personalidad es una receta probada para el colapso institucional. La ciudadanía ya no es pasiva, ya no espera, ya no cree.
Observa, compara, cuestiona y castiga. Cuando el gobierno llega tarde, la sociedad se va por su cuenta.
Hoy, el poder ya no se impone: se construye.
No se concentra: se articula. No se grita: se demuestra. Gobernar exige inteligencia estratégica, capacidad de adaptación y una ética pública que resista la presión permanente.
No se trata de influencers disfrazados de políticos ni de discursos huecos de modernidad.
Se trata de entender que la incertidumbre ya no es una excepción: es el entorno normal del poder.
No se puede hablar de futuro sin entender la transición energética, la crisis climática, la revolución tecnológica y la inteligencia artificial.
El litio, los datos y el conocimiento pesan más que muchos discursos ideológicos. Ignorar estas realidades no es neutralidad: es condenar al país a la irrelevancia global. Adaptarse no es rendirse.
Es anticipar. Es leer señales, pensar en escenarios y tomar decisiones antes de que la crisis estalle.
La improvisación ya no es un error menor: es un lujo que ninguna sociedad puede pagar. Los países que avanzan fortalecen instituciones, gobiernan con evidencia, rinden cuentas y apuestan por liderazgos colaborativos. Los que retroceden desmantelan capacidades, confunden lealtad con competencia y llaman eficacia al autoritarismo.
El resultado siempre es el mismo: fragilidad económica, social y democrática. El liderazgo del futuro no será el que grite más fuerte, sino el que piense más lejos.
No el que divida, sino el que articule. No el que tema corregir, sino el que sepa rectificar a tiempo. Gobernar en un mundo que ya cambió exige una nueva mentalidad. Todo lo demás es nostalgia disfrazada de poder.

