Un ciudadano pensó. Por: Gustavo Tena
Nos bañábamos felices en la alberca de la escuela, eran vacaciones, pero abrían la alberca para que nos bañáramos y disfrutáramos de las vacaciones aquellos que no salimos a la playa o fuera de la ciudad. El trampolín tenía tres niveles, uno de un metro de altura, el de dos y medio metros y el de 5 metros que era para clavadistas profesionales. La mayoría nos tirábamos del primer y segundo nivel y los más atrevidos se tiraban del tercero. ¿Qué se sentirá? Nos preguntábamos los que teníamos 12 o 13 años.
Varias veces nos subimos y nos espantaba ver la alberca desde la altura de una casa de dos pisos, desde el techo de una casa de dos pisos. Caminar por la tabla del trampolín a esa altura hacía que las piernas nos temblaran. Caminé lentamente por la bamboleante tabla que subía y bajaba al caminar por ella, sentía como si mis piernas se aflojaran del miedo que la altura me provocaba.
La superficie del agua parecía subir y bajar por el vértigo. Hasta que después de muchos intentos de lanzarme y cambiar de opinión en el último momento, brinqué al vacío parado y sentí en la ingle una fuerte sensación que me subió hasta la boca del estómago por la impresión de caer y mis pies golpearon la superficie del agua lo que me provocó un fuerte ardor en la planta de los pies, como si me los hubiesen golpeado con una tabla.
La velocidad alcanzada por la altura desde donde me había lanzado hizo que me sumergiera mucho más de lo que me sumergía con los otros dos trampolines, casi llegué a los cuatro metros de profundidad que tenía esa parte de la piscina. Bracee impulsándome hacia arriba y fuera del ardor de las plantas de mis pies, me sentía triunfante, ahora pertenecía al grupo de valientes que se lanzaba desde el trampolín más alto, del de los profesionales. Salí de la piscina y con los pies ardidos corrí para repetir la hazaña emocionado. Otro amiguito, me dijo que pusiera los pies de punta para que no me doliera entrar en el agua desde esa altura, lo hice y genial, ya no me dolía, pero noté que llegaba hasta el fondo de la piscina. Me impulsaba con las piernas como si brincase y salía de inmediato a la superficie. Decir que estaba encantado era poco.
Hasta que, en uno de mis saltos desde los cinco metros de altura, descendí a través del agua como en las anteriores ocasiones, toqué con la planta de mis pies el fondo de aquella piscina, flexioné mis rodillas y con todas mis fuerzas me impulsé hacia la superficie. Solo que esta vez, algo como un cordón se apretó alrededor de mi tobillo izquierdo y me detuvo de golpe. Estoy atrapado debajo del agua a cuatro metros de la superficie -pensé- De inmediato el pánico se apoderó de mi y empecé a patalear con mi pierna libre y a bracear desesperadamente asustándome cada vez más. Mientras veía para arriba que nadie se daba cuenta de que estaba atrapado en el fondo sin poder liberarme. De pronto se me vino a la mente escenas de las películas Aeropuerto 76, 77 y 78 que trataban de accidentes aéreos y siempre los que entraban en pánico y perdían la calma, eran los que morían. De golpe detuve mi pánico, me calmé con muchísima dificultad por que el aire ya empezaba a hacerme falta, mucha falta. Me agaché para ver que atrapaba mi pie y vi que era un alambre que estaba amarrado a una pequeña alcantarilla. Solo tuve que dejar de jalar mi pie y mover un poco el alambre y como sin nada, quedé libre.
Me impulsé con toda la fuerza que me quedaba, que no debió de se mucha, por que no llegué igual de rápido a la superficie como en las otras ocasiones. Braceaba lo más fuerte que podía y la superficie parecía no llegar. La vista se me empezó a oscurecer, no entendía que pasaba, solo sabía que debía seguir braceando hacia arriba. Poco antes de que la visión se me fuera creí ver que la superficie ya estaba ahí y alcé mis manos para sentirla y no la alcancé. Me di cuenta que no estaba tan cerca como creía. No aguantaba ya el impulso de querer aspirar, pero logré contenerme un segundo o dos más que se me hicieron eternos. Ya con mi vista en negro, mis brazos salen a la superficie, inmediatamente después mi cabeza y aaaaaaahhhhh aspiro con toda mis fuerzas, el aire ingresa a mis pulmones y vuelve la luz a mis ojos. Aspiraba y expiraba de manera rápida y descontrolada. Como chapoteaba braceando para mantenerme a flote, en alguna de las aspiraciones jalé algo del agua que salpicaba mi cara y me dio un ataque de tos. Tocia, aspiraba y expiraba erráticamente, mientras poco a poco me acercaba a la orilla de la alberca, hasta que por fin la alcancé y me aferré a ella como pude. Ahí me quedé con mi frente recargada al concreto y azulejos de la orilla respirando profundamente. Poco a poco el susto se me fue pasando y la urgente necesidad de respirar disminuyó y mi corazón empezó a calmarse. Unos momentos antes parecía que me iba a saltar del pecho.
Cuando ya estaba calmado, intenté tres veces de salir de la alberca, pero los músculos de mis brazos estaban agotados, casi no me respondían. Me acerqué a la escalerilla de la piscina y con mucha dificultad logré salir del agua. Me quedé sentado en el borde con los pies dentro del agua y miraba a mi alrededor.
Todos seguían en sus juegos, saltos del trampolín, los adultos platicaban animosamente mientras los gritos y risas de todos los niños ahogaban el sonido de sus conversaciones y carcajadas que se perdían en el ruido general de todo el regocijo y felicidad de los que se divertían esa tarde de verano.
Nadie nunca se enteró del drama que acaba yo de vivir. Cuando había logrado alcanzar la superficie y que aspiraba aquella hermosa bocanada de aire que le devolvió la luz a mis pupilas, pensaba que alguien se daría cuenta y se acercaría inmediatamente a ayudarme. Nadie se dio cuenta, nadie me escucho toser descontroladamente, como si yo, no estuviese presente. Aun allí sentado tratando de recuperar mis fuerzas y aliento, todos seguían con lo suyo.
Después, con el tiempo, recordando esos momentos y reflexionando de lo que viví aquella tarde de verano, me doy cuenta de lo cerca que estuve de dejar este mundo. Si no me hubiese acordado de la enseñanza de aquellas películas que ya nunca volví a ver, si no hubiese podido controlarme, si me hubiese tardado uno o dos segundos más… No estuviese compartiéndoles esta experiencia.
Esa fue mi segunda posibilidad de desencarnar. Si de las películas aprendí que quienes pierden la calma se los lleva “pifas”, con esa experiencia lo confirmé y lo integré a mi ser.
También aprendí que no podemos confiar en que quienes estén cerca me vayan a ayudar, ni siquiera se dieron cuenta. Por un pelo, se convierten en testigos de primera mano del fallecimiento trágico de un niño y algunos llenándose de remordimientos de haber estado allí y no haberse dado cuenta para ayudar. Solo quedaría aquello como anécdota del niño que murió aquel día.
La pregunta que me quedaba era… ¿Por qué me acordé de esas películas y de no caer en el pánico? No es normal que precisamente me acordara de eso. Ahora ya lo sé, canalicé, recibí esa información y casi al instante supe que hacer con ella. Dicen en la espiritualidad que tu cuerpo astral o tu yo ascendido te mandan esas ayudas o otras entidades te mandan la información, pero no de manera directa, porque nunca me dijeron cálmate y agáchate a desenredar tu pie y lucha con todo para llegar a la superficie. Solo me recordaron que quienes se dejan llevar por el pánico, se mueren. Calmarme y dar los pasos para sobrevivir, fueron decisiones que yo tomé a mis 12 o 13 años aquella tarde de verano. 1CP