La Pequeña Dosis de Historia. Por: Dr. Joaquín Robles Linares
Un gobernador rompe en llanto, finaliza el sexenio, el Presidente y su candidata se levantan, lo reconfortan mientras el funcionario estatal se trenza en sollozos con ellos. En otro momento una legisladora en tribuna hace una apología del mandatario, al final se le quiebra la voz. Los espectaculares aparecen a lo largo del País: ¡Hasta siempre Presidente! Frase plasmada sobre la imagen de un López Obrador joven con el zócalo capitalino de fondo.
Los aduladores son viejos adefesios, un trazo de esta estrafalaria costumbre nos la ofrece el historiador Will Fowler, en Santa Anna ¿Héroe o villano? (Ed. Crítica, 2018).
“La expresión más ostensible de esta dimensión del santanismo fue el culto a la personalidad que se formó en torno a Santa Anna durante su mandato de 1841-1844. Esto implicaba que se organizaran con regularidad fiestas y recitales de poesía en su honor. Suponía poner su retrato en todos los edificios públicos, erigir estatuas suyas en plazas mayores de toda la república y ponerles su nombre a calles y teatros. En los últimos días del verano de 1842, los restos de su pierna amputada fueron exhumados en Manga de Clavo para llevarse a la capital en una urna de cristal, como si se tratara de las reliquias de un santo. En el aniversario del 27 de septiembre de 1821, fecha en que Iturbide liberó la Ciudad de México, la pierna de Santa Anna se enterró ceremoniosamente en un magnífico monumento levantado para la ocasión en el cementerio de Santa Paula. Se construyó en la capital un nuevo teatro con cupo para ocho mil personas, llamado el Gran Teatro de Santa Anna. Hacia el final del régimen, durante la celebración del día de su santo, el 13 de junio de 1844, develó una estatua que lo presentaba con aspecto heroico apuntando al Norte, para dar a entender que estaba decidido a reconquistar Texas”.
Este renacido culto a la personalidad se gesta en el movimiento encabezado por López Obrador, alentado por él y sus cercanos, oportunistas de diversos partidos mezclados con una autodenominada izquierda, que en el pasado reciente denunció el uso patrimonialista del Estado, la corrupción, la parcialidad de los medios de comunicación, el militarismo, los proyectos faraónicos, la zalamería de gobernadores entre otras demandas.
Hoy que son Gobierno hacen lo que antes censuraban, atacan con virulencia a las minorías, alientan la demolición institucional, se asumen como fuerza única y confunden los resultados de una elección con el derecho de aniquilar al sistema republicano, cuando la oposición tiene cerca del 50% de los votos.
Este régimen ha traicionado sus antiguos reclamos para convertirse en una fuerza más religiosa que política, donde el caudillo se asemeja a una divinidad a la que se obedece sin disenso, reverenciando el totalitarismo de gobiernos impresentables y que, en su extraviado delirio, defiende rabiosamente a personajes detestables como Manuel Bartlett.
Atestiguamos el gimoteo de José López Portillo ante una audiencia aturdida, que veía cómo el presidente se derrumbaba en cadena nacional, protagonizando uno de los episodios más bochornosos en la historia política. Vivimos el final de sexenio con un mandatario embravecido, derribando a cuanta institución le estorbe acompañado por su pupila. Conservadores, minoría rapaz, injerencistas, cretinos, calificativos que endilga a quien se le oponga.
Sus aduladores suspiran, y no faltará quien proponga erigir una imagen del caudillo desafiante ante nuestro vecino. Cuando a un autócrata ya no le funciona atacar a los de casa, se envuelve en la bandera y acusa a los de afuera.
En política el ridículo siempre termina en tragedia.