Sin Medias Tintas. Por: Omar Alí López
Eran tres: una de nueve y gemelas de once años. Tenían una madre que seguramente les hacía trenzas. También tenían risas, dibujos a medio terminar, preguntas sin respuesta, sueños por crecer, hasta que alguien decidió que no merecían tener nada. Ni sueños, ni madre, ni vida.
Sus cuerpos aparecieron a la orilla de la carretera 36 Norte, en Hermosillo, bajo un árbol que no da sombra y en un camino de terracería donde el polvo y la sangre se mezclan como si fueran parte del paisaje. Estaban abrazadas, con la más pequeña en medio. No por azar ni por caída, sino por instinto; porque incluso al borde de la muerte, las gemelas sabían que el amor podía ser un escudo para la pequeña. Pero el amor no detuvo las balas.
No dormían, no jugaban; estaban muertas. Abatidas a balazos en un lugar donde la ley no llega y la infancia no importa. Los insectos rondaban sus cuerpos cuando las encontraron. El calor de la tierra polvorienta —ese que no perdona ni a los vivos— aceleraba la descomposición; pero el dolor sigue intacto, y palpita como herida abierta en el alma.
Las descubrió el colectivo Buscadoras por la Paz. Mujeres que cavan con las uñas donde el gobierno no quiere. Mujeres que lloran por los hijos de otras porque alguien tiene que hacerlo. Fue una de ellas quien dio aviso, y que al verlas se desmoronó. Dijo que estaban abrazadas, como si hubieran esperado a que alguien las encontrara, como si aún creyeran que su mamá vendría por ellas.
Pero su madre ya no podía venir. Había sido asesinada horas antes, en la misma zona. También su cuerpo fue encontrado e ignorado. Cuatro vidas borradas en un mismo día. Sin protección, sin aviso y sin justicia. Nadie oyó sus gritos ni detuvo a los asesinos. Nadie llegó a tiempo.
En nuestro país la violencia no necesita esconderse, sino que camina por las calles con credencial oficial. Mata con o sin uniforme, con o sin placas, con o sin sellos oficiales, y luego se va, dejando atrás silencio, burocracia y cifras.
Tres niñas muertas no bastaron para provocar una conferencia urgente, ni para que se detuvieran giras, aplausos o discursos. Mientras sus cuerpos eran levantados, en otras partes se hablaba de destapes, conspiraciones, de Salinas Pliego, de opositores, de supuestas victorias. Nadie mencionó sus nombres y nadie dijo “hoy asesinaron a tres niñas en Hermosillo”. Nadie se detuvo.
¿Qué pensaron en sus últimos minutos? ¿Lloraron? ¿Se abrazaron por miedo? ¿Clamaron por su madre? ¿Se dijeron que todo estaría bien? ¿Sabían lo que ocurría? ¿Sabían que ese era su final? Estas preguntas deberían atravesarnos como cuchillos, y aunque nunca conoceremos las respuestas, sabemos que no debieron existir.
Tenían una vida por delante, cumpleaños por celebrar, dientes por caerse, cuadernos por rayar, secretos por contarse. Tal vez les gustaba el color rosa. Tal vez querían ser doctoras o veterinarias. Tal vez simplemente querían llegar a casa ese día. Tal vez solo querían dormir con su mamá.
Pero alguien decidió que no. Que no merecían nada, que podían morir, que no pasaría nada… Y no ha pasado nada. Solo la inercia de siempre de las autoridades: carpetas de investigación frías, comunicados refritos y silencio. Dicen que investigan y que no descartan ninguna línea; pero las palabras no alcanzan para tapar la sangre. Esas frases no devuelven a las niñas. En tragedias como esta siempre parecen hablar de otra cosa, como si se refirieran a números y no a hijas o a niñas que murieron abrazadas.
Lo sucedido a las tres niñas es un espejo sucio que refleja lo que somos, porque en los últimos cinco años, más de seis mil menores han sido asesinados, baleados, quemados, violados o decapitados. Cada uno con nombre, con madre, con historia; pero la mayoría sin justicia y sin memoria pública.
Y lo más grave, insisto: nos estamos acostumbrando. A escuchar “tres niñas asesinadas”… y tragar saliva. A ver imágenes de cuerpos pequeños en el teléfono… y mover rápido el dedo. A hablar de la violencia como si fuera clima y no fuera el Estado fallando. Como si no fuéramos todos los que fallamos.
Ya no podemos fingir que estas cosas son excepcionales. No lo son, ¡son la regla! Y si no hacemos nada, seguirán siéndolo. Si seguimos mirando hacia otro lado, seguirán muriendo niñas, niños y madres.
Ellas no deberían haber muerto así, ni deberían haber muerto nunca. No deberían haber terminado bajo un árbol seco, en una carretera vacía, rodeadas de moscas. Deberían estar vivas, jugando, riéndose y preguntando cosas, o llorando por tonterías, o corriendo hacia los brazos de su madre.
Pero la muerte llegó primero, y México, otra vez, llegó después.
Quienes las mataron no solo asesinaron tres vidas, también mataron algo en nosotros: La idea de que este país puede ser distinto y la esperanza de que lo estamos intentando. Porque si dejamos que esto se olvide, si dejamos que estas niñas se conviertan en un expediente más o en una nota de 30 segundos, entonces estamos todos muertos por dentro.
Y si eso ocurre, ya nada importa.