Sin Medias Tintas. Por: Omar Alí López
Nuestra democracia vuelve al quirófano. El cirujano otra vez es la transformación, que promete “ahorrarle” al país miles de millones con una reforma electoral que, dicen, modernizará al sistema. Pero si miramos bien el bisturí, uno entiende que no buscan sanar al paciente, sino dejarlo en coma.
El plan en el papel es irresistible: menos dinero para partidos, menos diputados plurinominales, consejeros electos por el pueblo. Sólo que, como siempre, la magia está en el truco, y aquí el truco es evidente: disfrazar la concentración de poder con la máscara de la austeridad.
Lo primero es el financiamiento; pero reducirlo a la mitad —como se propone— no empobrece al oficialismo, lo fortalece. La transformación ya tiene de su lado los recursos estatales, los programas sociales y la maquinaria del gobierno, así que el recorte sólo golpeará a la oposición, que tendrá que pasar la charola, hacer sorteos o pedir préstamos con factura. Eso sí: todo muy democrático.
Después siguen los plurinominales. La transformación los odia porque garantizan que las minorías tengan voz en el Congreso, y quitarlos asegura que el partido mayoritario se quede con la mayor parte del pastel, aunque no tenga todos los votos. Es la manera más elegante de volver al viejo régimen de partido único: “que hablen los que ganan, los demás que aplaudan”.
El caso del INE raya en lo grotesco al proponer rebautizarlo como INEC, reducir consejeros y elegirlos por voto popular. Suena bonito, hasta que recordamos que en nuestro país el voto popular siempre termina beneficiando a quien tiene el control de las candidaturas, los acordeones, los tiempos en medios y la movilización de masas. Resultado: un árbitro elegido por la porra del equipo de casa. Autonomía cero y obediencia total.
La reforma también baja el requisito de participación en consultas para que sean vinculantes: de 40 a 30 por ciento. El mensaje es claro: si el pueblo no sale a votar, no importa, con la clientela basta para legitimar cualquier ocurrencia. Pura democracia exprés, servida con menos de un tercio de electores.
Los adornos también cuentan. Se prohíbe el nepotismo —no se ría—, se castiga la figura de las “juanitas” y se facilita el registro de nuevos partidos. Puro barniz democrático para que el resto pase sin tanto ruido, porque el núcleo del proyecto es otro: desmantelar contrapesos, domesticar al árbitro y silenciar a las minorías.
Lo curioso es que ni siquiera todos los aliados aplauden. El Verde y el PT ya levantaron la ceja: si se quitan plurinominales y se reduce financiamiento, ellos desaparecen del mapa. Es decir, la transformación está dispuesta a sacrificar a sus propios socios con tal de asegurar hegemonía. ¿La pobreza franciscana devorando a sus hijos?
¿Necesita México una reforma electoral? Sí. El sistema es costoso, burocrático y litigioso. Pero una cosa es corregir excesos y otra muy distinta es dinamitar el edificio. Lo que hoy se propone no es cirugía reconstructiva, es una amputación. Es una demolición controlada para construir sobre las ruinas otro modelo de partido dominante.
Nuestra democracia ha sobrevivido a fraudes, autoritarismos y crisis, y tenía instituciones que, con todas sus fallas, habían garantizado alternancias, organizado elecciones confiables y evitado que el poder regresara a ser patrimonio exclusivo de un partido. Pero con el control de la transformación sobre el Poder Judicial y del Legislativo, hoy esa democracia apenas respira, y no sabemos si resistirá a sus supuestos salvadores.
Si la reforma electoral pasa como está planteada, no estaremos frente a una modernización del sistema, sino ante un error histórico. Será el acta de defunción de la democracia mexicana, firmada, sellada y rubricada por quienes juraron salvarla a nombre del pueblo.