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Home sinmediastintas
No pasa nada

Sí, pero no

Omar Ali López by Omar Ali López
24 agosto, 2025
in sinmediastintas
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Sin Medias Tintas. Por: Omar Alí López Herrera

En su célebre diario convertido en ensayo, LTI: La lengua del Tercer Reich, Víctor Klemperer advirtió que el verdadero totalitarismo no necesita balas, sino palabras. La ideología, decía, se incrusta en el idioma, se filtra en el habla cotidiana hasta que una sociedad deja de pensar en términos propios y empieza a pensar con las categorías que el poder le entrega. Aunque Klemperer hablaba de la Alemania nazi, su diagnóstico no pertenece al pasado, hoy se sabe que es más barato maquillar la realidad que enfrentarla, y con el tiempo se termina perfeccionando el arte de la manipulación lingüística. México es un ejemplo actual de cómo el poder nos puede anestesiar con el simple recurso de llamar a las cosas por otro nombre.

La estrategia es tan sencilla como eficaz, porque el gobierno no niega de frente, sino que altera el marco conceptual. No hubo descarrilamiento, hubo un “percance de vía”. No se trató de piratería, fue “abordaje de personas ajenas”. No se “desplomó”, sino que “se desplazó hacia el suelo”. No fueron sobornos, fueron “aportaciones al movimiento”. Cada frase intenta reducir el dramatismo, suavizar la tragedia y convertir la negligencia en accidente menor. Este tipo de giros semánticos hace que el poder tome control de las palabras y tome control de la percepción.

En el hallazgo de restos humanos en Teuchitlán, por ejemplo, las autoridades evitaron términos como “campo de exterminio” y prefirieron “sitio de entrenamiento”. La elección no es inocente. “Sitio” es neutro, académico, técnico; “campo de exterminio” habría despertado ecos insoportables y, más importante, habría obligado a actuar. Así, el poder atenúa el horror en la palabra y no en la realidad. Klemperer advertía que la manipulación del lenguaje es la manipulación del pensamiento.

Y nada escapa a este mecanismo. El “gasolinazo” hoy se convirtió en “ajuste inflacionario” y los colapsos del Metro son “incidentes”. Todo se traduce a jerga administrativa donde nadie es responsable. De esta manera, un país en crisis se convierte en un expediente técnico donde cada tragedia solo se anota.

Al final, el resultado es una sociedad que deja de reaccionar porque ya no percibe el peso real de las palabras. La neurociencia confirma lo que Klemperer intuía: cuando el cerebro procesa eufemismos, las áreas asociadas con la respuesta emocional se activan menos que ante términos directos.

Klemperer insistía en que el lenguaje político no solo comunica, sino que moldea la mentalidad colectiva. Las palabras, cargadas de ideología, repetidas hasta el cansancio, generan reflejos condicionados. El ciudadano acaba aceptando que hay “personas no localizadas” en vez de desaparecidos, que la violencia es “multifactorial” en lugar de una consecuencia de impunidad. Al repetir el vocabulario del poder, se adopta también su visión del mundo. Así, el totalitarismo se afianza cuando se nos arrebata la posibilidad de nombrar nuestra propia realidad y se nos programa cómo pensar.

Este método es una rutina diaria con conferencias y boletines donde se sostiene una narrativa que oscila entre el paternalismo y el tecnicismo. No hay masacres, hay “eventos”; no hay corrupción, hay “cortesías VIP”; no es crimen organizado, son “generadores de violencia”. Y así, el Estado no solo comunica, sino que administra percepciones. Mientras tanto, nosotros enfrentamos una realidad tangible —violencia, negligencia, desigualdad—, pero la percibimos a través de un lenguaje diseñado para reducir su gravedad. Aquí la paradoja democrática es perversa, porque más información produce menos comprensión cuando cada dato viene filtrado por eufemismos que anestesian la respuesta ciudadana.

Klemperer analizó cómo el nazismo empobreció el idioma alemán y lo convirtió en una herramienta de propaganda. En nuestro país el proceso es más sutil al pasar a una forma de censura blanda: no se prohíben términos, simplemente se desgastan o se sustituyen por expresiones neutras que hacen que la tragedia parezca menos urgente.

Cada vocero, cada funcionario, cada transmisión matutina es una lección de semántica aplicada al poder. Se habla en tono amable, se recurre a tecnicismos, se despersonaliza el sufrimiento. Klemperer lo explicaría con crudeza al decir que el lenguaje está colonizado y la resistencia se vuelve difícil porque ya no existen palabras para describir lo que se vive. Si un desaparecido es “no localizado”, si una inundación es “encharcamiento”, si un colapso es “deslizamiento”, entonces el dolor se convierte en dato y la tragedia en trámite. La consecuencia será inevitable: una generación que crecerá incapaz de nombrar su propia opresión.

Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de una administración, pero pocas veces ha sido tan metódico. A diferencia de las dictaduras que ejercen propaganda abierta, aquí el poder se reviste de transparencia, porque hay conferencias diarias, medios abiertos, discursos constantes; pero cada palabra funciona como un filtro. Lo que no se nombra no existe y lo que se maquilla deja de indignar.

Si Klemperer viviera, quizá escribiría LTI: La lengua de la transformación sin necesidad de cambiar mucho sus conclusiones: el lenguaje es el arma política definitiva. Si logramos que la población piense con nuestras palabras, ya no habrá que censurarla: repetirá el discurso oficial, aceptará lo inaceptable y se autocensurará.

Ante esto, creo que el periodismo tiene la tarea urgente de rescatar las palabras del secuestro político, devolverles filo y nombrar sin miedo. Decir masacre a la masacre, desaparición a la desaparición y negligencia al derrumbe. La resistencia comienza por rechazar el diccionario del poder, y cada vez que un ciudadano dice “desaparecido” en lugar de “no localizado”, está recuperando un fragmento de realidad, porque el día en que el discurso oficial triunfe del todo, entonces la indignación habrá muerto, y ya no hará falta censura, porque bastará con que la realidad siga sin nombre.

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