Sin Medias Tintas. Omar Alí López Herrera
En una plática con mi estimado amigo G. Díaz Borchardt, él sentenció la siguiente frase: “En nuestro país la estupidez es como una forma de ser más que un accidente”. Eso me recordó a Carlo Cipolla, aquel historiador económico que diseccionó la torpeza humana. Seguramente habría encontrado aquí un laboratorio perfecto para comprobar sus cinco leyes fundamentales.
Pero más allá del diagnóstico, estas leyes revelan que nuestros problemas no nacen solo de la maldad o la corrupción, sino de algo más perverso y difícil de combatir.
La primera ley dice que siempre subestimamos el número de estúpidos que existen. Ahí está el ejemplo del desabasto de medicamentos y la desaparición del Seguro Popular, porque con el argumento de “acabar con la corrupción” lo que se acabó fue el acceso de miles de pacientes a sus tratamientos. Nadie ganó, pero muchos perdieron.
La segunda ley advierte que la estupidez es democrática, porque no respeta títulos, diplomas ni cargos públicos. Lo vemos en el Congreso, con diputados que aprueban reformas sin leerlas y senadores que presumen doctorados pero confunden principios básicos de derecho o economía. Lo vimos también en la ciencia, cuando el Conacyt perseguía a investigadores como “criminales organizados”, y financiaba proyectos de dudosa utilidad, y lo vimos en el curso exprés de cinco días para capacitar a los futuros jueces del Poder Judicial.
La tercera, la ley de oro, define al estúpido como aquel que causa daño a los demás sin sacar provecho, incluso perjudicándose a sí mismo. Desde el fallido Gas Bienestar y el INSABI, que nunca funcionaron pero drenaron recursos, hasta la tala indiscriminada en el Tren Maya, donde se arrasaron selvas y ríos para una obra que aún no garantiza viabilidad financiera. Destruir lo que funciona y desperdiciar lo que no, parece ser como una receta nacional.
La cuarta ley recuerda que siempre subestimamos la capacidad destructiva de los estúpidos. El caso más brutal quizá sea el manejo inicial de la pandemia de COVID-19. Minimizar el virus como “un catarrito” y recomendar detentes y tés milagrosos costó vidas que pudieron salvarse. O la increíble decisión de poner al Ejército a repartir medicinas, administrar aduanas y vender boletos de lotería, como si la improvisación fuera sinónimo de eficacia. La estupidez no solo mata, también erosiona la confianza en las instituciones que se supone deberían protegernos.
Y la quinta, quizá la más reveladora, nos recuerda que el estúpido es más peligroso que el bandido. Mientras que el bandido roba con lógica, el estúpido incendia un bosque para “limpiar el terreno” o sabotea el tendido eléctrico de la comunidad donde vive. Igual de estúpidos son quienes difunden cadenas de WhatsApp o campañas digitales que erosionan la credibilidad de todos los actores públicos, incluso de aquellos a los que creen defender.
México, como Cipolla anticipó, no está en manos de los bandidos, sino de los estúpidos que trabajan gratis para ellos. Los primeros se enriquecen; los segundos, felices en su papel, destruyen las condiciones mínimas de convivencia. Y mientras tanto, nosotros, los que nos creemos “inteligentes”, seguimos pecando de ingenuos, pues aplaudimos obras inconclusas, repetimos consignas huecas y votamos con el hígado.
Quienes quieren recuperarse de un mal dicen que reconocer el problema es el primer paso para enfrentarlo, y si la estupidez opera como sistema, entonces necesitamos cambiar las reglas del juego y crear consecuencias reales para la irresponsabilidad, premiar la competencia técnica sobre la lealtad ciega y construir instituciones que castiguen la destrucción gratuita. Porque mientras sigamos tolerando que el caos sea gratuito y la estupidez rentable, seguiremos siendo rehenes de quienes destruyen lo que no pueden construir.
Quizá, más que temer al crimen organizado, deberíamos temer a la estupidez organizada, porque mientras el bandido trama, el estúpido ejecuta. Y lo peor es aplaudimos mientras nos hunden.