Por Mtro. y Politólogo Jesús Antonio García Ramírez
En el vasto panorama de los discursos políticos y académicos contemporáneos, pocos términos han ganado tanta tracción como “gobernanza”. Presentado como un marco para entender cómo se gestionan asuntos públicos y privados, su omnipresencia contrasta con la nebulosidad de su sustancia real. ¿Qué es, entonces, la gobernanza? ¿Un faro para la colaboración efectiva o un velo que encubre dinámicas de poder opacas?
Originado en el griego “kybernân” (gobernar), el concepto ha evolucionado para abarcar interacciones complejas entre Estado, mercado y sociedad civil. Se habla de gobernanza global para desafíos transnacionales como el cambio climático, gobernanza corporativa para la dirección empresarial, y gobernanza local para procesos participativos municipales. Su amplitud es tanto su virtud como su talón de Aquiles.
La crítica señala que esta amplitud deviene en vaguedad operativa. ¿Qué mecanismos concretos subyacen a la “colaboración” o “coordinación” que pregona la gobernanza? En contextos marcados por desigualdades estructurales, el término puede percibirse como un discurso desconectado de las urgencias ciudadanas. Lejos de ser un instrumento neutral, algunos análisis lo vinculan con agendas neoliberales que priorizan desregulación y mercados libres, potencialmente legitimando intereses de élites económicas y políticas.
Michel Foucault nos recuerda que los discursos moldean relaciones de poder; la “gobernanza” podría así ser vista como parte de una gubernamentalidad que articula control y subjetividades. Movimientos sociales, por su parte, buscan enfoques desde abajo, donde la participación directa y las experiencias concretas de comunidades marginadas desafían abstracciones tecnocráticas.
No obstante, la gobernanza también puede ser un espacio para el diálogo plural. Su potencial reside en conectar con cambios tangibles en condiciones sociales y económicas, más allá de la retórica institucionalizada. Su valor real se mide en su capacidad para reflejar y responder a necesidades diversas, en contextos específicos y con voces múltiples.
En última instancia, la gobernanza flota en la bruma de la abstracción hasta que se ancla en praxis concretas. Su desafío es traducirse en acciones que incidan en equidad, justicia y bienestar societal. De lo contrario, corre el riesgo de ser un significante vacío, susceptible de llenarse con contenidos que poco tienen que ver con las complejidades del mundo que pretende gobernar.
¿Será la gobernanza un puente hacia sociedades más inclusivas y justas, o permanecerá como un concepto etéreo en el léxico político? La respuesta quizá radique menos en la definición del término y más en las luchas y diálogos que lo moldean en cada contexto.