Por: Lic. José Guerra Fourcade
En días recientes, el Semanario Judicial de la Federación publicó una tesis que debería cimbrar las estructuras de quienes ejercemos el derecho en México. Se trata del criterio 2031403, emitido por el Décimo Primer Tribunal Colegiado en Materia Civil del Primer Circuito, donde se sostiene que cuando se promueve una vía de apremio para ejecutar un convenio derivado de mediación, la persona juzgadora tiene el deber de examinar, incluso de oficio, si se respetaron los derechos humanos de la parte ejecutada.
Puede parecer obvio, pero no lo es. En realidad, se trata de una afirmación de enorme trascendencia: la justicia no puede convertirse en instrumento de abuso, aun cuando el abuso esté firmado, sellado y protocolizado.
El caso concreto ilustra una realidad cotidiana. Una institución bancaria logró que se elevara a cosa juzgada un convenio de reconocimiento de adeudo celebrado ante un mediador privado. Cuando el deudor no cumplió, el banco promovió su ejecución forzosa, pidiendo incluso la dación en pago del inmueble. Todo parecía legal: había un convenio, un mediador certificado, una firma voluntaria y un procedimiento formal. Pero el Tribunal fue más allá: recordó que no basta que algo sea “legal” para que sea “justo”.
El razonamiento del colegiado se apoya en el artículo 1º constitucional y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, particularmente en su artículo 21.3, que prohíbe la “explotación de la persona por la persona”. En otras palabras, la dignidad humana es el límite infranqueable de los pactos privados, y cualquier relación contractual que derive en una explotación o afectación grave a esa dignidad deja de ser jurídicamente válida, aunque esté perfectamente redactada.
La tesis también reivindica el verdadero espíritu de la mediación: no se trata de un mero trámite para evitar un juicio, sino de un proceso de equilibrio, diálogo y equidad. Un mediador no es un notario que da fe de lo pactado; es un facilitador que debe cuidar la simetría de las partes. Si advierte que una de ellas actúa bajo presión, necesidad o desconocimiento, su deber es intervenir, no callar.
Un convenio celebrado sin equidad no es mediación, es sumisión.
Por eso, el Tribunal subraya que el juez no puede despachar ciegamente la ejecución de un convenio mediado sin revisar si se respetaron los principios rectores del proceso: voluntariedad, imparcialidad, neutralidad, equidad y legalidad. De lo contrario, se corre el riesgo de convertir la mediación —una herramienta de paz— en una vía rápida para legalizar la injusticia.
El fondo del criterio es tan profundo como incómodo: el derecho civil, históricamente reservado a las relaciones entre particulares, ya no puede concebirse ajeno a los derechos humanos. La vieja idea de que “entre particulares no hay violaciones de derechos fundamentales” ha quedado superada. Hoy, incluso en un convenio de mediación o en un contrato entre iguales, el juez debe garantizar que no exista abuso, explotación ni menoscabo a la dignidad humana.
Este nuevo enfoque representa una evolución ética del derecho privado mexicano. Nos recuerda que la justicia no se mide en sellos ni en firmas, sino en humanidad. Que ningún convenio, por más protocolizado que esté, puede ser instrumento de despojo. Y que el deber de los operadores jurídicos no es proteger el procedimiento, sino a las personas.
Como abogado, no puedo dejar de pensar en la frase que titula esta reflexión: Cuando la forma legal se vuelve un disfraz de la injusticia.
Porque el derecho, cuando se aparta de la dignidad humana, se convierte en burocracia; y cuando se atreve a defenderla, se transforma en justicia.




