Por: Ing. Héctor Castro Gallegos
En Sonora, mientras la política presume avances imaginarios y repite discursos reciclados, hay una verdad que ningún gobernante quiere mirar de frente: el campo agoniza no por falta de talento ni de tierra, sino por falta de voluntad política.
Y en medio de esta crisis, las mujeres campesinas —quienes han cargado durante décadas con el peso de producir alimentos en un sistema que las desprecia— siguen siendo tratadas como notas al pie en las prioridades del poder.
La juventud sonorense, sin embargo, ya no está dispuesta a tolerar esta ficción gubernamental. Los jóvenes ven lo que el poder oculta: que el campo ha sido saqueado, manipulado electoralmente y reducido a botín burocrático.
Que los programas rurales cambian de nombre cada sexenio para justificar presupuestos que nunca llegan a quienes siembran. Que la tecnocracia presume “soberanía alimentaria” mientras las mujeres campesinas siguen regateando agua, crédito, precios y, a veces, hasta la supervivencia.
El abandono es tan profundo que ya no se puede decorar con eufemismos. La mujer campesina de Sonora no es un símbolo folclórico ni un recurso discursivo para los informes de gobierno. Es la columna vertebral invisible del estado.
Produce alimentos mientras enfrenta sequías, violencia en el territorio, intermediarios voraces, hijas e hijos sin escuelas dignas y gobiernos que solo se acuerdan de ella cuando necesitan una fotografía. La política rural actual es una mezcla de simulación, descoordinación y soberbia institucional; y la juventud lo sabe, porque lo vive y lo ve sin filtros.
Hoy, la nueva generación sonorense entiende que la injusticia no es un accidente: es una estrategia.
El abandono del campo no es torpeza, es conveniencia. Resulta más cómodo para los gobiernos administrar pobreza que garantizar autonomía rural. Más fácil recitar discursos que enfrentar intereses empresariales, caciquiles y partidistas que se benefician del rezago.
Por eso, cuando los jóvenes se organizan en cooperativas, redes de apoyo y proyectos sustentables, no solo están proponiendo alternativas productivas: están desafiando un modelo político diseñado para que nada cambie. Mientras en las élites se discuten megaproyectos que rara vez benefician a quienes trabajan la tierra, las mujeres campesinas exigen lo básico: agua limpia, precios justos, seguridad, infraestructura decente y un trato político que no las reduzca a beneficiarias silenciosas.
Pero sus demandas chocan con un sistema que ha convertido el campo en un “sector estratégico” solo cuando conviene para campañas o para justificar inversiones opacas. La realidad es cruda: si el campo produce, es por ellas; si el Estado presume, es sin ellas.
Los jóvenes no quieren más discursos sobre “modernización rural”. Quieren que el Estado deje de esconder el deterioro tras conferencias, slogans y giras.
Quieren que las mujeres campesinas sean escuchadas sin intermediarios, sin operadores partidistas y sin =?utf-8?Q?la_t=C3=ADp




