Por Ing. Héctor Castro Gallegos
Imagina un Sonora donde el campo ya no es un símbolo de pobreza, sino de dignidad. Donde las manos campesinas, curtidas por el sol y la esperanza, son reconocidas como el centro moral del Estado. En ese futuro posible —que los jóvenes ya empiezan a construir con su pensamiento y su rebeldía— la política ha dejado de hablar de desarrollo rural como un discurso, para convertirlo en un pacto ético.
Un pacto donde cada hectárea se cultiva con conocimiento, con justicia y con amor por la tierra. La tecnología no llegó como invasora, sino como aliada: drones que miden la humedad del suelo, sistemas solares que alimentan los pozos, inteligencia agrícola que prevé la sequía antes de que llegue.
Pero más allá de los avances, lo que renació fue el alma: la convicción de que un pueblo que respeta a quien produce su alimento, se ha reconciliado con su propio destino.
En este nuevo Sonora, los jóvenes ya no migran: regresan. Las escuelas técnicas agrícolas —antes símbolo de abandono— son ahora laboratorios de vida, centros de innovación donde el conocimiento brota junto con las cosechas. Sus diez hectáreas, antes rentadas en secreto, se convirtieron en huertos comunitarios que alimentan familias y enseñan soberanía.
Los estudiantes aprenden a programar, a cultivar, a administrar y a sanar la tierra; los maestros son mentores, no burócratas, y la política observa con respeto porque sabe que allí late el futuro. En los valles del Yaqui, en la sierra alta, en el desierto de Caborca, los jóvenes campesinos y las mujeres rurales se levantan como nueva élite moral, con una voz firme que dice: “la tierra no se vende, se honra”.
El poder, por primera vez, comprendió que gobernar no era controlar, sino servir. Los recursos del campo dejaron de ser dádivas, se transformaron en inversión y conocimiento compartido.
Los ejidatarios se convirtieron en empresarios éticos de su propia tierra; las campesinas en líderes de cooperativas agroecológicas; los jóvenes en arquitectos del porvenir agrícola más avanzado del norte de México.
La corrupción que antes se alimentaba del olvido fue desplazada por la transparencia digital: cada peso, cada semilla, cada hectárea puede rastrearse con un clic, y el campo volvió a ser sinónimo de orgullo nacional.
El agua, administrada por comunidades con visión ecológica, volvió a ser sagrada. El maíz, el trigo y la vid son ahora símbolos de identidad espiritual, no solo de economía.
Y en ese horizonte de conciencia, la política sonorense dejó de ser un teatro de poder y se volvió una escuela de servicio. Las decisiones se toman con la tierra en mente y el corazón en equilibrio.
Los jóvenes que hoy levantan la voz ya no creen en la vieja política: la están sustituyendo con acción, con ciencia, con humanismo.
El campo, antes abandonado, se convirtió en la metáfora viva del renacimiento de So=?utf-8?Q?nora._Donde_hubo_olvi




