Una generación que ya no cree en mitologías de progreso selectivo exige reescribir el pacto político desde sus ruinas.
POR Ing.Héctor Castro Gallegos
Sonora atraviesa un momento que para muchos adultos resulta desconcertante, pero que para los jóvenes está tan claro como el sol del desierto: el viejo orden político ya no sirve, y no porque haya sido mal administrado, sino porque nació incompleto.
Durante 35 años México funcionó con un modelo que generó prosperidad real para un tercio de la población, pero esa prosperidad tuvo un costo que hoy se revela con crudeza. El precio fue la exclusión sistemática de la mayoría.
El país creció, sí, pero lo hizo como una mesa con sólo una pata firme mientras las otras tambaleaban entre salarios precarios, educación insuficiente y territorios olvidados. La juventud lo sabe; no hereda los mitos, sino las consecuencias.
Y por eso ya no acepta que se les presente al pasado como un paraíso extraviado o al presente como una resurrección inevitable.
No confunden nostalgia con justicia ni aplauden promesas sin proyecto. Exigen otra cosa: una transformación que no sea eslogan, sino cirugía profunda. Para esta generación, la historia reciente no es una guerra moral entre buenos y malos, sino un diagnóstico contundente: el modelo que benefició a unos pocos dejó una bomba política que hoy detona en manos de todos.
Y aunque reconocen que el país necesitaba un cambio, también entienden que ese tercio que sí prosperó bajo el viejo esquema tiene miedo. Pero no romantizan ese miedo ni lo colocan por encima de la urgencia del país.
Lo leen por lo que es: la resistencia natural de quienes aún creen tener algo que perder. Sin embargo, los jóvenes también ven con claridad que la alternativa no puede ser aplastar ese temor con la fuerza del Estado ni imponer un nuevo dogma disfrazado de justicia social.
La política sonorense —y mexicana— está hoy atrapada entre dos extremismos: quienes quieren restaurar lo que ya no existe y quienes desean imponer un futuro sin preguntar si puede sostenerse.
La juventud no quiere ninguno de los dos. Exige un país donde la transición no se base en la humillación del adversario, sino en la reconstrucción del piso común.
Y ese lenguaje, aunque incómodo, es el único que puede evitar que México viva de fractura en fractura.
El punto que la juventud entiende mejor que cualquier estratega es que la desigualdad no se combate sólo con decretos ni con discursos de redención. Se combate construyendo acuerdos de largo plazo que hagan viable el nuevo país.
Ellos no piden pactos de élite ni negociaciones bajo la mesa; piden un diseño político que no dependa de la voluntad del gobernante en turno.
Y para eso, saben que se necesitan conversaciones reales con quienes temen el cambio, porque sin ellos cualquier reforma será una guerra civil fría, silenciosa, constante. Lo que irrita a esta generación no es=?utf-8?Q




