Mientras el Estado administra excusas y el gobierno federal reparte dinero sin estrategia, los municipios siguen sin poder educativo, viendo cómo el crimen recluta a los niños que la política abandona.
POR ING. HÉCTOR CASTRO GALLEGOS
En Sonora está naciendo una rabia lúcida entre los jóvenes: una conciencia política que no se deja seducir por discursos oficiales ni por los rituales burocráticos que ahogan al sistema educativo.
Ellos lo dicen sin anestesia: la educación dejó de pertenecerles hace décadas, secuestrada por oficinas lejanas donde nadie conoce el olor a tierra de las colonias populares ni el silencio tenso de los corredores donde el crimen pesca a los que la escuela expulsa.
Para esta generación, la autoridad realmente cercana —el municipio— debería tener control sobre la educación básica y media. No por capricho, sino porque la distancia entre las decisiones y la realidad ya es mortal.
Cada trámite perdido, cada programa improvisado y cada funcionario que jamás pisó un aula son piezas de un engranaje que empuja a miles de jóvenes hacia la economía criminal. Mientras el gobierno federal presume becas como si fueran un escudo mágico contra la desigualdad, los jóvenes proponen algo mucho más estratégico: vincular esos apoyos al rendimiento escolar, convertirlos en un mecanismo de vigilancia cívica que obligue al Estado a acompañar a cada estudiante y rompa el ciclo de deserción que hoy es el banco de reclutamiento más grande para los cárteles. No es una idea radical; es supervivencia pura.
Si la federación puede depositar dinero a millones de jóvenes, también puede exigir resultados que los mantengan en la escuela y fuera del radar del crimen. Lo demás es simulación. La incoherencia más grave es que los municipios —la primera línea de contacto con la ciudadanía— no controlan una sola escuela.
Es un error histórico que ya no se puede tolerar. Sonora necesita un modelo municipal de “Educación con Futuro y Bienestar”, un sistema territorializado capaz de adaptar programas a realidades totalmente distintas: el niño de la sierra, el joven jornalero del valle agrícola, el estudiante urbano rodeado de tienditas que no venden útiles, sino cristal.
Centralizar la educación es abandonar el territorio, y el territorio abandonado es ocupado inmediatamente por quien sí tiene un proyecto, aunque sea un proyecto para destruir.
El crimen organizado ya entendió algo que el Estado se niega a ver: la identidad y la pertenencia se construyen desde lo local. A esta crisis se suma otra que nadie quiere admitir: la docencia mexicana está exhausta.
Los maestros viven atrapados entre las pugnas del SNTE y los experimentos fallidos de los gobiernos que usan la educación como moneda política. La Generación Z lo percibe con brutal claridad: el sindicato juega a gobernar la educación, el gobierno juega a fingir que la=?utf-8?Q?_gobierna,_y_entre_ambos_sofo




