Por Ing. Héctor Castro Gallegos
En Sonora, la juventud crece escuchando un eco que no se apaga: los nombres de los desaparecidos que nunca regresaron.
No son estadísticas ni puntos en un mapa oficial; son ausencias que respiran entre montañas, desiertos y aulas, presencias invisibles que acompañan a quienes hoy se niegan a aceptar el destino que otros normalizaron.
Para esta generación, la política dejó de ser discurso, sonrisa protocolaria o informe maquillado; se convirtió en la prueba más clara de que el Estado perdió el rumbo moral.
Son jóvenes que crecieron viendo madres con picos y palas, no con pancartas; que entendieron desde temprano que en México la justicia no se pide: se excava.
La impunidad no les parece un error, sino un mecanismo diseñado. Y por eso su rabia no es caótica: es lúcida.
La política sonorense enfrenta su mayor juicio ético en décadas: la incapacidad —o peor, la falta de voluntad— para enfrentar el clamor por los desaparecidos. Las autoridades se han vuelto expertas en administrar el dolor: declaraciones, mesas de diálogo, protocolos reciclados.
Todo menos resultados.
Pero esta juventud ya no consume esa retórica rancia.
Para ellos, la desaparición no es únicamente un crimen del narco: es el efecto directo de un sistema que permitió que el miedo se institucionalizara. Saben que cada cuerpo hallado en el desierto es una acusación contra el poder; que cada expediente olvidado es una sentencia moral contra quien juró proteger la vida. Por eso ya no piden: exigen. Ya no suplican: documentan.
Ya no esperan: confrontan. Los jóvenes sonorenses —los que crecieron entre caravanas de buscadoras y expedientes con polvo— entendieron algo que la clase política se niega a procesar: la memoria es la nueva forma de justicia civil. Ellos no separan la política del humanismo porque saben que un Estado incapaz de defender la vida deja de ser Estado.
No buscan venganza; buscan dignidad.
Y cuando el gobierno no la otorga, la reconstruyen desde abajo.
En universidades surgen colectivos que usan algoritmos para identificar restos; jóvenes abogados que acompañan a familias ignoradas por instituciones; artistas que convierten la tragedia en pedagogía colectiva; comunicadores que rompen el cerco mediático puesto al servicio de la conveniencia oficial.
Esta juventud aprendió a resistir con ternura, pero también con precisión.
Conocen el horror, pero no se paralizan. No llevan en la mirada la resignación de generaciones agotadas: llevan un proyecto. Están creando una ética civil nueva: una que no suplica al poder, sino que lo redefine.
En su visión, la política no es un templo al que se ingresa por privilegio; es una herramienta que debe responder a la vida, o colapsar. Y colapsará. Porque las nuevas generaciones no están dispuestas a aceptar la normalización del horror ni la pedagogía del miedo que durante años gobernó Sonora.
Ellos entienden que sin memoria no hay democracia, que la jus=?utf-8?Q?ticia_sin




